Encierro y liberación de Louise Bourgeois
por Mariano Soto
 
(*)    
 

Una viejita de sonrisa algo forzada, con un tapado de peluche y portando un enorme miembro masculino en la mano, es la imagen icónica de la señora Bourgeois, con toda la potencia de los significantes que Mapplethorpe bien sabía cargar en sus fotos. No se agotó en él, empero, la costumbre de iconizar la obra y la personalidad de la artista franco-americana con el símbolo fálico.
Hoy, una muestra en Buenos Aires, en Fundación PROA, toma al psicoanálisis como eje alrededor del cual está construida la espectacular exhibición.
Apoyado en todo el menú de la Psicología (Incesto, Complejo de Edipo, Complejo de Castración, Proceso de Reparación, etc.), el guión curatorial enhebra estos dilemas inconscientes manifestados en la vida de Bourgeois con la obra seleccionada.
El enfoque es atípico, y hasta puede sonar algo pretensioso, pero más allá de esto acompaña perfectamente la esencia de la producción y el hinterland de la mente y emociones de quien la creó.
Por otro lado, la elocuente obra de esta artista puede leerse “a pelo”, y ofrece conexiones personales aún en la ausencia total de toda justificación teórica. Cualquier persona ajena al mundo del arte puede sentirse movilizada ante algunas de sus obras, y prueba de ello es la multitud que asistió a la inauguración de PROA, formando en la entrada una cola helicoidal con un formato digno de madame Bourgeois.
También es cierto que en ello operó el grado de popularidad alcanzado tardíamente por la artista, que arrancó a partir de la muestra de 1964 en la Stable Gallery de Nueva York hasta llegar a la retrospectiva del MOMA en 1982; y también su conversión involuntaria en “símbolo” de muchas cuestiones sociales centrales en el siglo XX: guerras mundiales, rol de la mujer, revolución sexual, psicoanálisis, etc. Pero es una realidad innegable que la obra de esta prolífica y longevísima artista produce emociones como por un tubo, apoyada en su sola existencia formal.
El largo camino recorrido por esta muchacha nos recuerda que, tras años de depresión, agorafobia y psicoanálisis, sale al ruedo y, legitimada en el circuito del arte neoyorkino y mundial, transforma sus dolores en expresión artística.
En su versión porteña y boquense, la muestra en PROA aborda este enfoque de manera central. Es un relato efectivo y claramente visible no solo en la elección de las piezas sino, también, en el guión y en la disposición museográfica. Hay implícita una metáfora sobre el timing de la evolución mental y emocional de la artista a través de los distintos momentos de su vida, y la incidencia directa del psicoanálisis sobre estos cambios y sobre su obra.
Nos recibe en la primera sala una instalación: otra araña, de escala más reducida que la Maman anfitriona, y que encierra entre sus altas patas una jaula con objetos. Los restos de tapices antiguos hechos jirones y la semipenumbra de la sala nos ponen en alerta. Hay una tensión voluptuosa en todos estos elementos y en su sagaz combinación. Lo autorreferencial se sale de su casillero y nos toma de las solapas, así no sepamos quién era Louise Bourgeois, o qué significaban para ella los tapices y las arañas. Esta primera sala-etapa tiene el clima misterioso, fantástico y oprimente de la infancia de la artista.
La sala siguiente, la central, resulta la más difícil. Reúne gran cantidad de su obra escultórica, más que nada la directamente linkeada con el psicoanálisis. Desde los tótems de su primera producción (Personages) hasta Arco de Histeria de 1993, pasando por toda la artillería de esculturas orgánicas, los penes-vaginas de Janus Fleuri y Fillette y las tardías figuritas de trapo como Siete en la cama, de 2001. El inconveniente aquí radica en que, a pesar de la coherencia de la selección de las piezas en función de su relación con figuras concretas del psicoanálisis (Edipo, Complejo de Castración, Histeria), la muestra decae visualmente en esta parte. Tal vez sea un problema endémico de esta sala, ya que es un hecho ocurrido en otras ocasiones. El exceso de luz natural, la inusual forma del espacio o las columnas originales de la casa ochocentista -cualquiera de estos factores o todos- hacen que la efectividad de los relatos pueda fallar. El uso de vitrinas convencionales coadyuvó, en este caso, a darle un algo aburrido, y ni las obras colgadas salvan este bache. No obstante, exhibiéndose en esta sala la obra más relacionada a los “rollos” psicológicos de la artista, puede funcionar como un acierto -ex profeso o azaroso- el clima limpio y blanco que se respira; casi hospitalario, aséptico y amenazante a la vez. En la sala siguiente la atmósfera se oscurece. Nos recibe una de las Cells, instalaciones que la artista desarrolló durante la década de 1990. Verla, aún exteriormente, sin asomarse al interior, es una experiencia sensible. Tablones de madera oscura con molduras, que nos hablan desde el vamos de una casa burguesa con retintines victorianos, encierran a medias una habitación matrimonial. La imposibilidad de ver la totalidad de la escena nos permite asomarnos a la sensación que habrá sentido la pequeña Louise en pleno apogeo de su Edipo, cuando los padres cerrarían la puerta en sus narices. La obra que sigue –o la más destacada- es la famosa Destrucción del padre, de 1974, la cual entra en diálogo con Sleep II, una especie de glande gigante de nívea materia, apostado frente al padre hecho trizas y comido. Esta última obra, La destrucción del padre, provoca una conexión con lo ancestral: la iluminación roja, sanguínea, las protuberancias bulbosas de arriba y abajo, la organicidad y la cosa cavernaria que trasmite la vuelven una especie de llamada a un mundo antiquísimo y antropófago. Anterior al mito. Esta parte de la muestra puede relacionarse con las pérdidas de la artista, sus depresiones, y el abatimiento en que cayó luego de años de psicoanálisis.
Subiendo a la segunda planta, nos espera el último eslabón en la cadena. Y la muestra nos devuelve una obra seleccionada aquí por lo racional, en el caso de la vitrina de tres patas cargada con cientos de envases de vidrio, pero que trasmiten también fragilidad e incertidumbre. O seleccionada por los colores, como en el caso de Estudio del natural, una escultura de formas inquietantes mezcla de gárgola y grifo pero de un refrescante color celeste, puesta en diálogo con los guaches rojizos de sus últimos años, y con una especie de friso corrido plagado de mamas color rosado. Aquí, el juego de colores y la malsana infantilidad representada en las aguadas, funcionan como metáfora del reacomodamiento de piezas que el psicoanálisis le permitió hacer a Bourgeois: adentrarse y ver, hacer el duelo, reubicar y lograr algo como una síntesis. Un renacer. Por lo cual no es curioso que la muestra termine con la obra llamada El niño reservado, en la que pequeñas y delicadas figuritas de embarazadas, se recortan contra un enorme plano curvo que oficia de espejo –y que recuerda un poco a C-Curve, de Anish Kapoor-. El espejo nos devuelve una imagen deformada a lo ancho, monstruosa y graciosa a la vez. Lo ilusorio de nuestras construcciones señalado con ironía.
Racionalidad/Fragilidad. Duelo/Superación. Vida/Muerte. Parecen ser los temas principales que se juegan en la última sala de la muestra, y que nos dejan la consoladora imagen de una Louise Bourgeois que luchó contra sus fantasmas. Que opuso fuerza vital y creadora a los recovecos más oscuros de su mente y su ego que, empezamos ya a vislumbrar en el siglo XXI, son eternos malos consejeros.











* Louise Bourgeois
MAMAN, 1999, Mamá
Bronce, acero inoxidable y mármol, 927,1 x 891,5 x 1023,6 cm.
Instalada en Fundación Proa, Buenos Aires
Colección privada, cortesía de Cheim & Read, Nueva York



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(Louise Bourgeois: el retorno de lo reprimido, puede verse en Fundación PROA, Av. Pedro de Mendoza 1929, La Boca, CABA; hasta el 19 de junio de 2011; de martes a domingos en el horario de 11 a 19hs.)

 

The reticent child, 2003     
 
     
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