Sobre Lovenland de Lorena Ventimiglia en SlyZmud
por Guido Ignatti
 
Vista de sala    
 

Estamos en una época particularmente difícil para la pintura. Las tendencias internacionales pretenden llevar a la experiencia artística hacia un estado inmaterial, quizá conceptual y seguramente más participativo; en consecuencia, colectivo. El artista ermitaño parece que no va más. Por eso, ante otro tipo de prácticas que compiten con la batalla que el pintor libra solo ante la tela en blanco, es que hoy esta última se desfavorece. Trillada -como la frase que acabo de escribir- o anticuada en el mejor de los casos, la pintura está atravesando un momento angustioso al no tener la cabida –gloriosa, que supo tener años atrás- en los designios elitistas de los contemporáneos alrededor del globo. Si bien en el ámbito nacional pareciera no haber acuerdo total con los cánones impuestos por la avalancha globalizadora de los must artísticos, -esto sí fehacientemente- tampoco hay un mercado que pueda sostener a la creación pictórica como hay en países que desarrollan en simultáneo la pintura y lo otro. Sin entrar en el quejoso terreno de lo que no tenemos, ser pintor en estas tierras es, evidentemente, una tarea quijotesca. Los pintores son dignos de culto, tanto por su virtuosismo, su sensibilidad, como por su conocimiento empírico/cromático; esto da un balance perfecto entre técnica y talento, pero a la vez son maltratados por un sistema con fisuras graves en el reconocimiento a su hacer que termina socavando cualquier estoicismo. Un poco fuera de su tiempo, paria admirable si los hay, quien desenfunda un pincel es algo así como un idealista, un caballero de tierras lejanas, de una estirpe próxima a la del rockero en la era de la música electrónica.
 
Porque si hay algo que tiene el rock que comparte con la pintura es, por lejos, el aguante. Se aguantan los trapos, así como las telas también aguantan, impasibles, el rol que les toca sin inmutarse. Y este, particularmente, no es un momento para comerse los mocos. Ventimiglia, que los ha pintado varias veces, sabe de qué hablamos cuando se planta, pinta y hace frente a todos los preconceptos de lo que debería ser “la pintura”, y logra encantar a más de uno haciendo que un resfrío chorreado en esmaltes verdes pasteles y celestes translucidos combine con la chaise longe. La capacidad de mostrar la crudeza de las cosas en su estado más puro es la que hace que un retrato, deforme a primera vista, a segunda sea bello cuando se asienta en la retina y en el espacio.
 
Y no es cosa de andar justificando la pintura en un terreno conceptual, así como tampoco se justifica el rock, ni tampoco hay que, por oposición, justificar el porqué no se justifica. El texto escrito por Adrián Dárgelos, que está muy bien, aporta a Lovenland un poco de poesía, además de la firma glamorosa. El discurso al que alude -Contra la interpretación- en la pintura, por redundante, a esta altura resulta una obviedad. “Siempre preferí sospechar lo que las obras quieren decir que tragarme su discurso prolijamente presentado.” A.D.
Sí, lo sabemos, es solo rock and roll y nos gusta.

Con una puesta para nada ortodoxa, con obras colgadas del zócalo al cielorraso, SlyZmud hace pareja perfecta con Ventimiglia. La propuesta curatorial de la galería, articulada sobre las bases de la composición, explota al máximo sus propias posibilidades en una suerte de rompecabezas de cabezas rotas con infinidad de resultados.
Tangentes compañeras, vértices vórtices y aristas amorosas se comparten, se amalgaman y copulan en las paredes sin temor a construir algo más grande que ellas mismas. Una inmolación del ego por una causa mayor: la muestra total sobre la obra individual. Las piezas que se concibieron como entidades individuales –como todos nosotros- no temen aferrarse a otra para armar un díptico –pareja- o un políptico –orgía- para potenciar esa sensación gozosa y amorosa que se desprende unívocamente desde cada fracción de color que hay en cada pintura, hacia el infinito. El artilugio del amor emancipado.
Sola una obra escapa de la curaduría perfecta. La pieza calada presenta como obvio algo que podría ser más misterioso, que no era necesario en primer plano, porque está en uno segundo latente. Actúa pedagógicamente hablando sobre el procedimiento. La masa deforme de superposiciones, donde el esmalte se espesa, es en donde está el camino transitado hacia la búsqueda insistente de la imagen. La montaña de pintura, esa meca, es precisamente lo que no debe mancillarse. Porque contiene debajo todos los pasos dados: errores, deseos, medidas tomadas, no obstante definidos por el último paso: el decisivo. El tajo arqueológico aplicado a la pieza, que sirve para hurgar en la obra, no resulta esencial ya que está expuesto eso mismo en el canto del bastidor, donde lo que chorrea es descarte y se ve gracias a la ausencia de marcos. Allí se puede leer ligeramente lo que estaba de más, el color que negó pero que perdura por lo bajo dando cuerpo a la superficie. No es una obra clean ni minimal -aunque parezca lo contrario por lo saturado de los colores y los plenos de materia prima industrial-, la obra es barroca hasta la médula. Nada está premeditado para su depuración, los retratos son construidos en la tela, en el trance entre el blanco mate y el color satinado. Todo sucede ahí.

En sus excesos, Ventimiglia es natural, no se fuerza, su insolencia se lee en cada título aniñado y amoroso, en cada cara desfigurada que se devela bella por confiar en sí misma. Anticanónica es uno de los mejores adjetivos que se me ocurren ahora.





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Lovenland, hasta el 23 de noviembre en SlyZmud, Bonpland 721, C.A.B.A.

 

     
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