Sobre James Turrell en el Guggenheim
por Lina Tequila
 
     
 

Era mi último día en New York y decidí hacer un recorrido por tres lugares de la Milla de los Museos. Bajé en la estación de la Calle 86 y atravesé el Central Park hasta llegar al Met. No pretendía recorrerlo en su totalidad y tampoco de manera parcial: sólo quería revisitar la sala de naturalezas muertas de los artistas de Flandes, y antes de emprender la búsqueda de la salida, ver nuevamente Edipo y la esfinge de Gustave Moreau. Debo admitir que no escatimé en turismo al fotografiar con mi teléfono el acertijo al héroe de Tebas y mucho menos cuando puse la imagen de fondo de pantalla.
El segundo spot de mi recorrido era el Guggenheim, así que encaré la tarea de salir del Met, lo que no fue fácil. Siguiendo los carteles de exit abrí puertas, pasé por escaleras, seguí gente y escuché a un niño decirle a su padre que la Marchesa Durazzo de Anthony Van Dyck se parecía a su abuela.
Salí del museo y caminé hacia el Norte. Por la noche tomaría el avión y había pautado que iría al Guggenheim, y luego terminaría mi recorrido en la Neue Galerie, visitando obras de uno de los períodos que más me gusta: el arte vienés de principios del siglo XX.
Era domingo. Llegué al Guggenheim, el asfalto se sumaba a los insoportables treinta y siete grados y cien metros antes de la puerta se veía una fila, menos exagerada y sintomática que la de Kusama en Malba, pero fila al fin. Retiré mi entrada e ingresé a ver la muestra de James Turrell, artista que había estudiado rápidamente para algún examen de la indefinible materia de arte contemporáneo.
Entré a la sala principal y encontré el fantástico hippismo de la gente acostada en el piso, contemplando la cúpula que había fabricado Turrell cerrando los balcones de Frank Lloyd Wright con pantallas que van cambiando gradualmente de color. ¿Habrá querido hacer algo parecido a la iluminación del Monumento a los Españoles?
Busqué un lugar para recostarme y la atmósfera de la sala estaba teñida de azul. Una chica se levantó y ahí me acosté. Estaba al lado de una pareja de chicos con los que luego continué el recorrido sin que ellos se percataran.
Apenas me acosté la luz empezó a virar al rosáceo y no me llevó tiempo darme cuenta de que Aten Reign es una obra extraordinaria. Mirando los círculos concéntricos, primero pensé en el infierno del Dante, hasta que conté que había menos de nueve niveles y abandoné el delirio. Allí estábamos todos a salvo, o al menos eso creí. Cuando la luz pasó a violácea, ya había soltado mi cartera y no estaba atenta a si alguien me pisaba buscando un lugar. Eso no sucedió: en New York la gente se amontona sin tocarse en ese increíble fenómeno de la organización metropolitana.
Sin separar la vista de la cúpula lumínica que tenía encima, empecé a percibir una distrosión en la percepción del espacio. Eso es lo que se estudia de Turrell. El círculo en el que concluye el edificio de Lloyd Wright se conviritó en un óvalo enorme, que no estaba del todo segura de si subía o bajaba. Pensé en el nirvana… el misticismo sin haber consumido drogas nunca me tranquilizó.
Sin notarlo, dejé de ver el espacio central en el que estaba y me mimeticé con los círculos que parecían levitar. Ví varios ciclos de cambios de luz y luego cerré los ojos en un trance ridículo.
La pareja de gays de al lado mío se besó y el ruido me despertó. Se levantaron para continuar el recorrido y me incorporé para seguirlos. Encaré el ascenso por el espiral, y comencé a notar que algo me molestaba en los ojos. Enseguida percibí que ese malestar era creciente y no iba a durar poco.
Salí de la sala principal y elegí como punto de referencia la pareja que iba delante mío. Uno de ellos era albino y llevaba pantalones militares. No iba a perderlo.
Avanzamos hacia un piso en donde estaban los White Cubes de Turrell y renuncié a la intención de querer leer los textos introductorios en cuanto admití que no lograba hacer foco. Ingresé a la sala y, en hypnosis absoluta, me quedé mirando el fantástico cuadrado blanco proyectado en la pared. Empecé a avanzar sobre la luz y progresivamente mi sombra empezó a invadir la proyección de Turrell. Qué profanación. Cuando mi intrusión en la obra llegó a ser alevosa, una cuidadora de sala me dijo que lo que estaba haciendo estaba prohibido. Ya lo sabía, pero uno no puede pretender que alguien víctima de las drogas acate reglas, o al menos no darlo por sentado. Podría haber sido más gentil… su grito sólo aportó a confirmar que yo estaba atravesando un mal momento.
Hace tiempo que no soporto las drogas, y me parecía injusto que por haberme entregado a una experiencia turrelliana ahora estuviera en un trance que no había elegido. Quise ir al baño para chequear que mi cara estuviera en orden pero me distraje en la sala de Kandinsky en París. No lograba concentrarme. Necesitaba agua. Necesitaba ayuda. Nadie parecía notarlo. En New York la gente parece notar poco las cosas.
Afortunadamente apareció el albino con su novio y me fui tras ellos. Subimos un piso más por los corredores del museo y mis pensamientos divagaban pensando que estaba yendo a un confesionario, estábamos ascendiendo a un lugar sagrado. Empecé a creer eso hasta que nos detuvimos en una infinita fila que daba la vuelta a un círculo entero del espiral del edificio ¿Sería el baño? ¿Una instalación de Turrell? ¿Con esa fila? Claramente no ¿Acaso nadie tenía nada que hacer?
Finalmente sí, era la Iltar de Turrell de 1976. La fila avanzó y ahí me convencí de que estábamos yendo al infierno. Leí en un cartel al lado mío: Si está aquí, calcule un tiempo de demora de entre 30 a 45 minutos. La instalación permite poca gente. Lo leí y lo volví a leer cinco veces más. No podía retener información. El infierno debe ser algo parecido.
Avancé unos pasos más y olvidé qué estaba haciendo ahí. Lo juro, lo olvidé. Quería ir al baño y no me quería perder la Neue que cerraba a las seis de la tarde. Si eso sucedía, como venganza, tenía pensado pararme frente a la proyección del White Cube hasta que me quisieran sacar a la fuerza, luego hacer una demanda por agresión y pedir a cambio ser la curadora del Guggenheim hasta que me muera o me aburra y poder designar a mi sucesor quien sería por supuesto, mi mejor amigo.
Afortunadamente para los consumidores culturales, eso no sucedió. Abandoné la fila y comencé a descender reprimiendo la idea de que las paredes se estaban angostando.
En el Guggenheim es fácil encontrar la salida y en pocos minutos llegué a la Neue. Me acerqué a la recepción, me dieron la entrada, subí las escaleras al primer piso, apenas reconocí el retrato de Adele Bloch-Blauer, doblé a la derecha e ingresé a la sala de dibujos de Kokoschka, Klimt y Schiele. Había idealizado aquel momento varias veces. Y en cambio solo aceleré el paso para sentarme en la banqueta del medio de la sala. Estaba frente a los dibujos de Schiele pero mi visión estaba alterada. De pronto bajé la cabeza, dejé de mentir y apenas pude contener las náuseas. Levanté la vista, vi el Self-portrait with Arm Twisted Over Head de Egon y pensé: maldito Turrell, maldito Guggenheim.







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Melina Ruiz Natali, 1989
Periodista y Lic. en Arte, actualmente cursando el Master en Historia del Arte Argentino y Latinoamericano en IDAES. Fui productora de radio y televisión y actualmente soy redactora en arte-online además de escritora free lance para muestras de arte, medios gráficos y digitales. También escribo cuentos (usando el seudónimo Lina Tequila) y en 2011 gané un concurso latinoamericano de escritura organizado por la editorial Capital Intelectual y el blog Suspendelviaje. En 2012, fui finalista del mismo concurso.


 
     
 
     
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Año 3 - Numero 31
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Editorial + Staff
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