Cada vez que observo una obra “terminada”, me pregunto sobre los caminos que posiblemente atravesó el artista para llegar a lo que tengo frente a mis ojos. Si llegó porque quiso, como quiso, si pudo hacerlo según el plan original, si lo modificó en el trayecto o si simplemente salió así. A veces esto se puede percibir y a veces está oculto, como negándose, por ser el camino traumático y equívoco.
Como artista, entiendo los momentos desafiantes en la realización de obra, discerniendo entre el posible abandono ante la ausencia de musa, la lucha metódica e incansable hacia el destino bocetado, la comodidad ante la súbita fluidez en el momento de realizar la obra, o hasta la indiferencia como actitud art‐punk frente a las problemáticas de ejecución.
El desafío, así como el desinterés por él, son territorios para apoderarse. Diferente es el valor
de la conquista en uno y otro, pero ambos van clamando algo, hay manifiestos evidentes en
cada uno de estos enfoques opuestos. No obstante el desinterés, el rol más adoptado por esta
generación, no pareciera ser una posición decretada; por el contrario, pareciera ser
consecuencia de un inconformismo crónico, como un sopor insostenible en el tiempo.
Devenidos de este contrapunto, se observan dos lineamientos sobre el método artístico
aparentemente opuestos: un completo virtuosismo minuciosísimo, como fundado en la
necesidad de evidenciar la capacidad artística desde lo pretencioso técnicamente hablando; o
lo opuesto radicalmente, una obra que niega completamente esos estadíos y se sitúa en las
esferas de lo inmaterial, desmereciendo cualquier vestigio de academicismo, como una
estructura contemporánea de quiebre sobre lo instaurado. En ambos casos se evidencia una
problemática intensa con la técnica y el oficio; que tanto en la valoración como en la
desacreditación, se plantea como un importante eje conceptual de las producciones.
¿Qué es lo que sucede que, después de tantos años de quiebres y rupturas, vuelve el “cómo” a
someter al “porqué”? Parece ser una era complicada para las preguntas en las producciones
de la joven guardia del arte contemporáneo, que tiene amalgamada a su producción la escena
que los circunscribe. Esta pseudo involución hacia los tecnicismos, que es el terreno más obvio
y simple de apropiarse ‐digamos que las cosas están dichas, fueron hechas y son evidentes- solo
demuestra la fuerte falta de capacidad para trabajar en las segundas y sucesivas capas,
esas que vuelven la obra valiosa, grave y sensible. Las producciones que se jactan de tener una
toma de posición y no la tienen, porque sondean solamente las superficies ideológicas, son
doblemente peligrosas, porque instauran estructuras de autoridad auto‐acreditadas, que se
aproximan más al mundo del wannabe cargadas de efectismo casi televisivo.
No obstante, hay muchísimas producciones que sí hacen de este dilema el eje conceptual de
su producción; cuestionando mediante la técnica, la preservación y los métodos clásicos de
realización, el “cómo” del trascender. Luciana Rondolini tiene claro que la obra que ejecuta es
concebida para su propia muerte; casi como la vida misma, solo que a más velocidad para que
nuestros ojos deglutan eso que no consideramos para nosotros mismos. La obra, que se forma
en el tiempo que le toma a la fruta descomponerse y dejar caer los brillos de strass, esos que la
emperifollaron en la juventud de su concepción; es un enfrentamiento cruel por momentos
para quienes están frágiles frente al asunto. Pero eso mismo, es a su vez lo que alivia a la obra,
le quita el aura presumido de la perpetuidad y la brinda modesta para el pensamiento. Así
confronta los miedos propios del artista y de los que observamos objetivamente el ciclo de
muerte de la fruta engalanada: el no ser nada ni nadie y no dejar rastro alguno. Esto lo plantea
en la naturalidad de un ciclo que es común a todo lo que comenzó alguna vez, el propio fin.
Esas frutas que se descomponen a velocidad habitual, solo muestran el coraje de una artista
que está segura que los rastros son solo secuelas de algo que cumplió su ciclo, y una secuela es
una marca inalterable. El futuro no nos pertenece, alguien ya dijo.
En contraposición a la elaboración detrás de la obra de Rondolini, y retomando los párrafos
anteriores, puedo situar a Diego de Aduriz como un buen exponente del artista sin
cuestionamientos. Él, que se ha experimentado en diseño y moda, parece no ahondar más
que en la corteza de las cosas; y aunque se proponga llevar a los extremos más absurdos los
modos de ejecutar la obra, solo rasguña la superficie de esta. Del outfit cool al trash demodé
(que está de moda), tanto en sus pinturas como en sus performances se revela un ausentismo
de madurez substancial, cabe destacar la desacertada aparición en Friezze del 2008 para
aseverar lo dicho. Lo favorable en su obra, la imagen que emula lo digital y el cromatismo
atrevido, está tan ligado a ese infantilismo que prima en su imagen, que mal direccionado
como está por la factura, se vuelve menor. Toda esa intensa fluorescencia que comanda su
obra, sostén de la propuesta retiniana de Aduriz, se circunscribe a las líneas del dibujo, y no así
a la pintura como aparenta. Las fibras (de mero bocetaje) circunscriben su obra a un mundo
pre‐escolarizado e indocto, que por lo tanto caducará con la evaporación de sus suaves tintas
con el correr de los días. Dos años y esa efervescencia que tiene la obra hoy va a desaparecer.
Si la vibración cromática de las imágenes es el único don aparente que posee, es claro que esta
obra es efímera sin siquiera planteárselo con la previsión adecuada.
Ambos artistas ‐casi ilustrando un Do & Don’t de una revista de turno‐ discurren claramente,
en la caprichosa selección que los inmiscuye, sobre las producciones contemporáneas jóvenes
que sondean el mapa de métodos, desde una aguda reflexión así como también desde una
ligera inconsciencia.
Luciana Rondolini
http://www.flickr.com/photos/lucianarondolini
Diego de Aduriz
http://www.flickr.com/photos/76492708@N00
http://www.youtube.com/watch?v=V8kAicewqrM
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