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Impresiones consecutivas.
En una primera impresión, el trabajo presentado por Pablo Siquier en el Centro Cultural Recoleta se demuestra imponente. Una serie de instalaciones y murales dominan el espacio con una acertada factura monumentalista. Es sabido que la sala Cronopios es de las más difíciles de afrontar por un solo artista -una especie de animal de dimensiones prehistóricas que engulle la obra y la devuelve mísera a los ojos ajenos- y con solo cinco piezas en este caso, hizo frente a la bestia traga obritas, pero claro, solo en términos espaciales. Por algo la primera impresión no es la que cuenta sino la que confunde cuando seduce fácil.
Mientras la mirada reverbera en los puntos álgidos de la estética siquieriana, el pensamiento inquisidor se queda irreverente cuestionando los procedimientos para llegar a ella. Sucede que, como ya dije, a primer vistazo la obra se ve buena, potente y poderosa. Pero es solo la cáscara, la cara cosmética que fácilmente encandila -y sabemos que eso no alcanza para cautivar al espectador que goza de la experiencia artística por completo-. El segundo vistazo, el más atento, revela la falta de insistencia en la obra y el abandono de cierta obstinación dada en la labor. Pareciera responder a un tipo de desmotivación de esas que el mercado suele imponer a los artistas que consagra. Siquier tiene larga trayectoria en la escena, arrancó a fines de los 80's con el grupo de la X y se instaló firmemente, para después pasar por Ruth Benzacar en los 90’s, quien se encargo de potenciar su carrera posicionándolo en museos y bienales como artista pródigo, con una obra que el tiempo demostró de molde, y que hoy llega a nosotros de la mano de Orly Benzacar. Su búsqueda anclada en el proceso, la que definió en esos primeros años de acción, el signo de su obsesión llevado al estado lírico, hoy es otra cosa. Dio paso a un tipo de reproductibilidad que, apoyada en la plataforma digital, facilitó su insistente modo de trabajar, enfriándolo. Una somnolencia se manifiesta ante la perseverancia trunca camuflada en horas de trabajo vectorial que, como todo proceso digital, permite corregir el error. Muerto el temor al equívoco, el salto al vacío tiene poco valor.
Hoy, la obra parece el eco de otras que eran mucho más sólidas, como esas pinturas de arquitecturas metafísicas, hermanas conceptuales de las de Roberto Aizenberg. El frío que atraviesa la sala en pleno verano no es el aire acondicionado, es la corriente que se filtra por las grietas de la obra, y que da cuenta de la existencia de cavernas bajo la superficie. Pero atentos, que si el aire circula significa que así como hay entrada también habrá salida.
La reproductibilidad crónica
En la segunda vuelta por la sala defino, a mi entender, lo que se percibe en la atmósfera -el elefante dentro de esta habitación-: Puede ser una muestra realizada en ausencia del artista, quizá comisionada en un país lejano o una especie de retrospectiva póstuma. Raro, porque Pablo Siquier es un artista activo y lo cierto es que produjo la muestra con el curador del centro, Elio Kapszuk, y un equipo de realizadores. Me pregunto el porqué de una muestra orientada a mostrar con ahínco su pasado y no a representarlo como un artista prometedor en su presente. ¿Será la urgente necesidad de instalarlo en un marco de institucionalización denso y asentar toda esa cuantiosa producción ya vendida como obra segura y sin lugar a dudas? Afirmar el pasado parece ser el objetivo. Solo una pieza es inédita “1201”, impactante por las dimensiones pero que deja entrever poco a Siquier, el trabajo de herrería resulta poco alineado al universo de lo obstinado, de lo tenaz y poco emparentado también con la construcción digital de la que se nutre, pareciera solo un proyecto para impresionar o llenar la sala –cosa que hace- y podría ser de este o de cualquier otro artista.
Me confunde el texto curatorial, donde Kapszuk dedica un tercio a la explicación de porqué Siquier se había negado sistemáticamente a exponer ahí desde el 2007. La cita es textual: “No tengo nada que valga la pena mostrar, no tengo nada nuevo”-dice el artista-. Es inmensa la contradicción de utilizar este argumento cuando define a la exhibición como “antológica” más adelante en el mismo texto. Si por antología, que además de ser una selección de obras notables pueden ser tanto de uno como de varios autores, se habla de obras definidas como “de las mejores”, en este marco “1201” no tendría aval aún para mostrarse como una gran obra.
De las ya conocidas, son centrales los murales. En versión ploteado, el clásico de clásicos, y versión carbonilla, aun más clásico si consideramos al carbón como materia prima. En este último redunda lo que en toda la muestra, una buena primera impresión y una segunda que me dispensa cuestionamientos. ¿Es necesaria la sensibilidad que puede aportar este material al trazo? Para una obra concebida en la rigurosidad tecnológica este artilugio bloquea el modo constructivo, tapa el origen digital -donde realmente la impronta no importa o no tiene lugar- y termina dando una imagen equivocada sobre la búsqueda, llevándolo a terrenos más físicos y menos mentales.
La obra más interesante de la muestra es la que estuvo diseñada en los ochenta y que nunca fue realizada hasta hoy, donde la cavilación e inestabilidad, momento clave del quehacer de cualquier artista, estaba aún presente. Funciona porque quizá sus asistentes y alumnos (jóvenes artistas que aun cavilan y son inestables) la realizaron según sus directivas magnas.
Dice en la nota de Mercedes Perez Bergliaffa para Ñ: “Quería mantener un espíritu aparte, con las maderitas. Imaginate, fue una obra proyectada en el 87, una época de mi vida en la que estaba fascinado por el arte bruto y las producciones primitivas. Creo que el hecho de que sea una instalación manual, con infinidad de pequeñas piezas realizadas a mano, le confiere un espíritu diferente al del resto de los trabajos, en su mayoría diseñados por computadora”.
Esta instalación que es progresiva entre la pretensión y el ser real, es parte de un sistema perfecto que se realiza imperfecto, es clave para la conclusión en el conflicto en su obra. Hay una distancia abismal entre el momento del diseño y el de la realización, distancia en la que el artista toma decisiones constantemente. El paso del boceto al original se termina definiendo en la transición. Siquier hoy, abandona en el anteproyecto y entrega al aparato productivo la concreción de su obra, es por eso que el resultado se torna tibio. Y aunque se le reclame otra posición ante el hacer artístico, se debe aceptar que es acorde al mundo en el que vivimos, el de la oferta y la demanda.
Hasta el 8 de abril en el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930.
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