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Hace tiempo que Nestor García Canclini reside en México. Filósofo, antropólogo y analista del arte, encontró en tierras aztecas el estar y el fluir de su trabajo. A través de sus investigaciones de campo, las tradiciones, las costumbres y las artesanías le dieron chance de repensar el arte, de analizar su problemática y su contemporaneidad.
El miércoles 9 de enero dictó una conferencia en SOMA México donde presentó el extracto de un trabajo en proceso ¿Por qué hay arte y literatura y no más bien nada?, en el cual analiza la necesidad, a veces metafísica, materialista o incluso social, de hacer y consumir arte. La nada pareciera desplazarse de los estrictos conflictos existenciales para entrar en relación directa con aspectos más sociológicos del arte. García Canclini parece translucir que la convivencia con la nada es el resguardo que los artistas han encontrado hoy para hacer arte.
¿Cómo cree que se está desarrollando el arte contemporáneo?
Con variedad y fuerza expansiva. Me parece que, comparando con las décadas anteriores, donde hubo tendencias más imperativas, a veces dogmáticas, que se sucedían vertiginosamente, desde comienzo de siglo hay una posibilidad de transitar vías distintas. Incluso un mismo artista puede parar un itinerario y cambiar de temática, de forma, de galería, de país. Por otro lado, vemos una presencia más fuerte del arte contemporáneo dentro del conjunto de la escena cultural. En otros momentos la literatura o el cine eran más protagónicos, ahora los espacios están compartidos. El arte tiene públicos masivos, seguimiento de las obras por internet con reproducciones de muy buena calidad, aun de lo que pasa en performances, instalaciones, aunque sean de otro país.
Igual, no faltan los dogmatismos. Hay quienes piensan que solo hacer performance o instalaciones es legítimo. Sin embargo, vemos que en las bienales importantes sigue habiendo pintura, escultura, experiencias muy diversas. Quizá, por todo eso, puede dar la sensación de un momento errático y desorganizado. Mi impresión es que los problemas más incómodos no están ahí, en esa dispersión, sino en el predominio de algunos mediadores, sobre todo mercantiles. En cierto modo, desde la perspectiva de la antropología y sociología del arte, resulta alentador que haya un reconocimiento mayor del papel que siempre han tenido los mediadores, los galeristas, los críticos, las revistas, la tele. Argentina fue uno de los países donde primero se prestó atención a esto. Recuerdo un artículo de dos sociólogos del Instituto Di Tella, Marta Slemenson y Germán Kratochwill, que hicieron una investigación en los 60’s sobre el arte de ese período y lo llamaban “un arte de difusores”. Los artistas lo impulsaban y lo cuestionaban, como ocurrió con aquel happening, también de los 60´s, en que Costa, Escari y Jacoby simularon el acontecimiento para que los medios hablaran de él sin que hubiese existido. Exhibieron a los intermediarios como constructores de realidad. Podemos ver el reconocimiento de ese papel de mediadores desde artistas de las vanguardias de los 20’s. Pero lo que antes eran reconocimientos parciales o gestos de los intermediarios que querían tener su papel en el proceso artístico, hoy se ha vuelto una maquinaria potente, invasiva por momentos, que subordina las obras a alineamientos mercantiles, mediáticos, a la compulsión por la novedad. El asombro que pueden suscitar ciertas innovaciones se diluye velozmente en la sensación de que todo se dijo. Pero no es solo un fenómeno de obsolescencia mediática. La propia dinámica del arte contemporáneo vuelve difícil salirse de relecturas de lo que ya se hizo en el dadaísmo o en los 60’s. ¿Es posible abrir nuevos registros o seguiremos en la agonía de lo posmo? ¿Qué puede haber después de la desconstrucción posmoderna?
Junto a eso hay una fluidez de las comunicaciones internacionales que me parece magnifica; la posibilidad, por primera vez en la historia, de saber mucho de lo que se hace en otros lugares, no son solo 2 españoles, 5 franceses y 10 norteamericanos… Y luego lo interdisciplinario: las artes visuales se han vuelto importantes para los cineastas, para los escritores, la gente de teatro, de video, vj’s. Se cruzan fronteras todo el tiempo, no hay perfiles profesionales fatales; todo eso me parece extrañamente valioso.
Por un lado usted habla de cierta independencia de contextos lo que tal vez produzca una sensación mas anárquica, pero por otro lado no parece tan independiente ¿cuán importante cree que es el mercado a la hora de las decisiones de un artista?
Hay un dato más que me parece útil agregar, que importa no solo en las artes sino en otros campos culturales: la afluencia de productores culturales – en número mayor que en otras épocas- que pasan por la educación superior y salen al mercado, pero también a la vida social, a la relación con las organizaciones políticas, con movimientos de todo tipo. Esa afluencia, como en otras profesiones, hace que las instituciones se queden siempre cortas, especialmente en procesos de colapso económico, para absorber a los nuevos egresados. Esto se relaciona con el auge de vías alternativas. Por lo que he visto en la reciente investigación que hicimos con un grupo de antropólogos, artistas y comunicólogos en México, quizá el hecho más novedoso de los últimos años sea la expansión de formas nuevas de producción y comunicación artística, con una gran capacidad de autorrealización por fuera del sistema de museos y galerías. Lo que uno ve en los jóvenes entre 20 y 35 años es una creciente iniciativa para construir proyectos, casi el olvido de la noción de carrera, una gran avidez de información y de estar en lugares muy diversos, agruparse de otro modo, buscar financiamientos en todas las ventanillas, sean públicas o privadas. En consecuencia se trastornan todas las jerarquías tradicionales, vemos un número como nunca hubo de artistas de América Latina, África y Asia que llegan a escenas principales, siempre como minoría, pero una minoría más reconocida, más numerosa. A su vez hay como un divorcio entre la escena más consagrada, quienes buscan exhibir en el MOMA, en la TATE, y los que no descartan esa posibilidad pero están en otro juego, otras formas de comunicación con la gente, de intervención social, un arte mucho más participativo socialmente.
Estoy leyendo ahora el último libro de Claire Bishop, Artificial Hells, que trata justamente de este arte que se puede nombrar de muchas maneras - arte comunitario, relacional, dialógico-, aunque Bishop argumenta a favor de la noción de arte participativo, porque, además de proporcionar interactividad con la gente, busca sobre todo un tipo de participación social de los actores artísticos y de los que antes nombrábamos como públicos.
En algún modo estas nuevas maneras de hacer arte tienen otra implicancia en lo social, devuelven quizá el valor político a lo que alguna vez estuvo más callado ¿Cómo actúa el arte políticamente dentro de lo social? ¿Qué puede generar?
Ahí entramos en un terreno resbaladizo en el que se redefinen política y arte. Me gusta la caracterización de Rancière, en el sentido de que el arte no es una colección de obras ni de ciertos eventos excepcionales, sino un modo de suspender y retrabajar las relaciones ordinarias entre lo que se hace, se dice y el modo de representarlos; crear disenso, desacuerdo, en los modos convencionales de hablar de las experiencias y abrir formas aún no dichas de lo común, el espacio público. Se me ocurrió, en parte ligado a esa concepción, ver una posible definición del arte como procesos en los cuales lo decisivo es la inminencia. Retomo la frase de Borges cuando ve lo estético en ciertas experiencias que “quieren decirnos algo o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decirnos algo”, como “la inminencia de una revelación”. Lo artístico aparece como un poco epifánico, sorprendente, que desordena, que anuncia que puede suceder algo. Es lo que precede a la obra, en la que lo estético queda un poco congelado. La obra puede seguir produciendo impactos, movilizaciones sensibles, intelectuales, pero las genera cuando uno es capaz de situarse en ese momento donde todavía el gesto no se convierte en un acto definitivo. Visto en esa perspectiva, si aceptáramos que la inminencia es como un núcleo de la experiencia estética, el lugar donde ni todo está resuelto ni tampoco fallido, el arte se encuentra con la política entendida no como ejercicio del poder o lucha por el poder sino como reconfiguración de las experiencias de lo común, la posibilidad de volver a nombrarlo, hacerlo visible. La política puede ser algo más radical que un modo de estructurar la sociedad, de transformar las estructuras previas o buscar conservarlas.
Los artistas más atractivos no son aquellos que se dedican a dar visibilidad y persuasión a una causa, sino los que se ponen en esa posición de cuestionamiento a que las cosas deban tener una forma ya conocida, que las relaciones sociales o interpersonales operen con un ritual solo reproductible. Aun cuando siempre las artes han trabajado con rituales o han estado insertas dentro de ellos, lo que las ha caracterizado es esta capacidad de abrir el gesto, de que entren otros al círculo o al flujo, que se digan las cosas de otra manera.
Habla también de una estética negativa en contraposición a la estética de la inminencia. ¿La inminencia no trabaja en realidad con una cuota de negatividad?
Sí, hay una dosis de negatividad en tanto no se afirma que los objetos o las personas son algo consistente y para siempre. Lo negativo suele estar en el arte contemporáneo como destrucción, como un acto que desestabiliza y también como promesa o búsqueda, más que de respuestas, de modos distintos de formular las preguntas. Por eso en el libro en que exploro la noción de inminencia digo que los artistas hacen interrogaciones destinadas, no a representar lo social, sino a averiguar qué pueden hacer las sociedades con aquello para lo que no encuentran respuesta en la cultura, ni en la política, ni en la tecnología.
¿Por qué hay arte y no más bien nada? ¿En dónde reside esa relación?
La conferencia en que planteo esta pregunta es parte de un trabajo en elaboración. Estoy tratando de situar la cuestión encarada por varios filósofos, como Leibniz y Heidegger: “¿Por qué existe el ser o el ente y no la nada?” en conexión con las experiencias estéticas. Encuentro un recorrido análogo en el arte y en la literatura, en los que trabajaron sobre la negatividad o se negaron a escribir, se negaron a editar, llegaron a cierto momento en que dijeron no va más, prefiero abstenerme, dejar de escribir o de pintar, como Rulfo o Duchamp. Me parece que esto tiene que ver con la inminencia, porque es situarse en el momento de la virtualidad y resistirse a aquello que se trata de convertir en obra. Cuando lo ven como inexorable se retiran, se abstienen.
En algunos artistas contemporáneos que siguen haciendo obra me interesa especialmente el papel de la interrupción. Estudié la trayectoria de Carlos Amorales en el libro La sociedad sin relato: pienso que lo que lo caracteriza es ser un artista de la interrupción, porque tiene un archivo muy amplio de 3000 imágenes humanas, de animales, con las que juega, pero siempre intentando desdibujarlas en una zona entre lo posthumano y lo prehumano. Hace decir algo a esas imágenes, llevándolas a funcionar de un modo imprevisto: más que hablar desde un repertorio consolidado de sus propias imágenes o de las que encuentra, deja que suceda en su archivo, con palabras de Foucault, “la incidencia de las interrupciones”. Ahí estaría la nada, no como ausencia total del ser sino como la preocupación por no decirlo todo o no decirlo de un modo que arruine lo que se está enunciando.
¿En qué lugar cree que queda el objeto artístico?
Puede quedar en muchos lugares. Como antropólogo, tiendo a ver el objeto como testimonio, el documento de una búsqueda. Y también es susceptible de ser leído como algo abierto, como una invitación a que otros busquen, que otros trabajen. Veo al arte, por eso, como francamente antipatrimonial. Alejado de cualquier preservación. No quiere decir que esté proponiendo ir a hacerle un tajo a la Gioconda, pero sí hay que ponerse a cierta distancia de la sacralización de las obras. El no tocarlas a veces se justifica por el valor de la obra, su unicidad, su irrepetibidad, lo que se podría perder si se arriesga, pero también hay que dar condiciones para que el riesgo que tuvo el que la hizo todavía vibre. Esto es mucho más claro en el arte contemporáneo donde los artistas han valorado especialmente la gestualidad, la apertura a esta vibración para mantener lo que la obra puede tener de inminente, pero también podemos hallarlo en Goya o en Rembrandt.
¿Y la belleza?
Hay muchas maneras, históricamente, de pensar la belleza, como lo que da placer, lo que ofrece armonía, lo que es bello porque no repite lo que la naturaleza ya dio o la sociedad organizó; pero no es lo primero que busco cuando voy a una exposición o una experiencia artística. Puede importar la belleza, pero el placer que pueda suscitar no creo que tenga que pasar necesariamente por ahí.
¿Cree que hay parámetros que diferencien a una realidad artística latinoamericana de una global?
Cada vez menos. Nos estamos acostumbrando a ver a artistas asiáticos, latinoamericanos, africanos, a muchos a la vez y combinados o desplazados. También crece la incertidumbre sobre a dónde pertenecemos. Se acabó la época de las identidades endurecidas, unívocas, desde que los historiadores empezaron a ver que las tradiciones estaban inventadas o que la sociedad actual es lo que vemos, pero también el conjunto de imaginarios que actúan, que condicionan la manera en que percibimos y nos movemos. Se apagan las identidades absolutas. Algunos las pueden seguir creyendo, se pueden seguir peleando por defenderlas, pero en verdad hay pocas posiciones que absoluticen la singularidad de cada nación, sobre todo en occidente. Quizá esa adhesión sigue siendo ferviente en el fútbol y en algunas guerras. Todo eso no quita que uno encuentre coherencias parciales entre lo que las obras dicen y el origen cultural del artista. No sorprende que sean obras de artistas latinoamericanos las de Kuitca, Cildo Meireles, Carlos Amorales, Gabriel Orozco o Regina Silveira, aunque hablen con objetos, imágenes, representaciones que podrían venir también de otros lugares. Pero quizá hay un tono, un estilo, una manera de organizar lo que se dice, que adquiere cierta correlación con el origen histórico epocal y con las condiciones geopolíticas o geoculturales. Sin embargo, esas correlaciones son insuficientes para explicar la obra de cualquier artista por su origen. Si la obra vale es por otras razones que tienen que ver más con la forma, con el modo de enunciar, con poder decir algo que todavía no se ha dicho o retrabajar de un modo maravilloso, sorprendente o terrorífico lo que otros ya dijeron.
Lo más estimulante que ha sucedido en las exposiciones de los últimos años tiene que ver con las combinaciones de obras de artistas de procedencias diversas, donde surgen otras redes, otras coherencias. Hice dos experiencias de curaduría hace poco, una en Buenos Aires en la Fundación Telefónica, tomando como eje conceptual las extranjerías, pero sobre todo las extranjerías metafóricas, y pusimos algo de extranjerías geográficas para incluir también esos arraigos extraños a la procedencia. Aquí en México, cuando rehicimos la exposición con Andrea Giunta en el MUAC, donde hubo algunos artistas que repitieron y otros nuevos, encontramos que en la diversidad de formatos (había video, instalación, pintura) sucedía algo, una experiencia con el extrañamiento que resonaba en el público. Entre los videos sobre inmigrantes africanos en Europa filmados por Mieke Bal, holandesa, las instalaciones de Regina Silveira, brasileña, y de Carlos Amorales, mexicano, y la pintura de Jorge Macchi, argentino, había una circulación muy extraña que solo era posible por ese entretejido. Creábamos otras historias, la gente circulaba por la exposición y veía un sentido en relación con esas obras, que trascendía los formatos y las procedencias de los artistas.
La importancia, usted la remarca, estaba en eso, en las conexiones, en el nexo, en modificar la manera de como se pensaba antes en relación al cubo blanco y la obra inmaculada, vaciada de entorno.
Y también modifica o vuelve perturbadora la idea de hacer exposiciones de arte argentino, francés o de Madagascar. Pienso en el artista chino Ai Weiwei: una obra con signos de su sociedad y que pelea con el sistema político o cultural chino, pero también es vista como significativa de otros países.
¿Cree que el artista tiene tarea específica dentro de lo social, de rotura, de comunicación de un mundo personal?
Me cuesta pensar al artista con una misión. Puede cumplir tareas sociales que tienen pertinencia para una escena local, una necesidad colectiva o personal, pero esa tarea puede ser muy distinta en la próxima situación. En este mundo interconectado, donde las experiencias culturales, económicas y políticas se asemejan, la misma obra resuena, con diferencias, en países diversos.
Pienso en un artista desigual en su producción, Santiago Sierra. Hace pocas semanas presentó un video en You Tube precediendo la inauguración de dos exposiciones suyas en Madrid, donde muestra alguno de los elementos que utilizó. Filmó un performance hecho por las calles céntricas de Madrid, exactamente la Gran Vía. Van Mercedes Benz negros con grandes pinturas en blanco y negro de los jefes de gobierno post-franquistas, pero con las caras invertidas, y lo tituló Los Encargados. Es una especie de procesión, de velorio que circula lentamente con toda la solemnidad de los Mercedes negros y con una música suntuosa, que envuelve la procesión. Hay algo de mortuorio y sarcástico, de funeral irónico en ese acontecimiento, porque encolumna a todos los presidentes y al rey en una misma secuencia, como participantes cómplices de una catástrofe social. En parte va en la línea de lo que él ha trabajado sobre el sadismo social, sobre la explotación en el capitalismo. Pero se sale de las obras en que contrata trabajadores para explotarlos, es un hecho que sorprende, asombra, y esa es su fuerza. Creo que es la tarea hallada para este momento de España, por eso tuvo muchos seguidores, descargas y comentarios en la red y los diarios de varios países. Pero claro, si lo hiciera todos los años… lo convertiría en una misión.
Juan Giribaldi (1982, Buenos Aires, Argentina) Cursó estudios en el IUNA y en los talleres de Carlos Baragli y Juan Astica. En el año 2009 realizó clínica de obra con Fabián Burgos y en el 2010 con Luis Felipe Noé. Junto a Daniel Callori y Carlos Baragli coordinó el proyecto editorial LATE (los artistas también escriben). Exhibió su trabajo en varias galerías y espacios culturales de Buenos Aires, así como en el interior del país.
Actualmente reside y trabaja entre Argentina y México. |
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