Diego Figueroa en Braga Menéndez
por Mariano Soto
 
     
 

Dicen por ahí que los períodos de transición para los artistas suelen ser peligrosos. Que pueden dar como producto obras de tono incomprensible para el ojo del espectador habituado al lenguaje anterior, a aquella estética otra. Pueden generar decepción, o incluso rechazo. Todos quieren ver lo que están acostumbrados a ver, aquello que entienden; lo ya procesado, lo conocido.
Pero es justo ahí, justo en ese momento conflictivo; en ese momento de tensión y angustia, que aparece mágicamente el Arte. Una aparición súbita y teatral, con efectos especiales un poco bizarros y tramoyísticos, como aquellos de los programas de Olmedo en los 80: explosión, nube de humo y el Arte que aparece mágicamente en escena, con capa roja, galera de cartón y bigote postizo. Ni bien aparece nos recuerda, con la firmeza y la ternura que se tiene para con los niños cortos de entendederas, que él, el Arte, es así: cuando nos acostumbramos a algo y ya nos sentimos seguros con eso, él desaparece… para hacer su show up cada vez que nos quedemos perplejos, cortos o sin argumentos. Antes de terminar su truco kitsch pero efectivo, el Arte nos previene: -Recuerden amiguitos, que mi principal característica es lograr que se hagan preguntas… incluso que se enojen… o sea: ¡Desarmarlos! Y se retira otra vez, con otra cortina de humo de efecto vintage.
Es así que, como una parcela de la villa enclavada en pleno Palermo Hollywood, la muestra “El Tiempo entre las cosas”, del artista chaqueño Diego Figueroa, se presenta y nos sorprende en la porteña galería Braga Menéndez.
Diego Figueroa es un artista intenso y jugado. Jugado en su indiscutible valor de cambiar, de experimentar distintos lenguajes, de no recostarse en fórmulas exitosas para nosotros (los niños cortos de entendederas que miramos el arte con ojos maravillados) pero que ya resultan estériles para él. Figueroa va por los desafíos. Con el mismo aplomo con el que seguro soporta los densos calores chaqueños, cambia ropajes y dermis y nos muestra otra cosa, otra manera de contarnos algo con su misma esencia –fuerte y personal- pero renovada, cambiada, enriquecida por la plusvalía de caminar terreno ignoto, no probado.
Claro, esto también implica otras cosas. Riesgos. Salirse del molde. Apostar fuerte.
A raíz de esto, en la muestra de Figueroa en Braga Menéndez, ni bien entrar se respira un cierto aire desconcertante. Uno recorre la sala buscando al Figueroa que conoce… y encuentra pistas, indicios, pero en la primera mirada parece que él se hubiera disfrazado, o que se hubiera ido.
La situación nos recuerda la última escena de La dama de Shangai de Orson Welles, con tiroteos y persecuciones en un juego de espejos donde no se sabe a ciencia cierta quién es qué.
Pero aunque no lo veamos, Figueroa siempre está. Y como. Aliado y diestro aprendiz del Arte– aquel de galera y capa tras la nube de humo- este artista aprendió bien la lección: busca sorprendernos, dejarnos perplejos, negarnos el caramelo fácil que fuimos a buscar. Y hacernos trabajar un buen rato, buscándolo, siguiendo las pistas como un torpe inspector Gadget. Aquí lo reconocemos en la cola de caballo de la chica de aserrín, allá en el neumático. Y siempre en su asombrosa capacidad de representar la figura humana, dotándola de vida aún en una tosca cabeza hecha de maderitas cortadas a mano, como jugando a ser el tataranieto del viejo y bueno Giepetto.
El Tiempo entre las cosas refiere a justamente eso: el vacío entre una obra y otra. La no correlación y, al mismo tiempo, la sanguineidad que comparten todas, venas adentro. Como parte del plan maestro, la sensación después de un rato de ver es que estamos ante obras particulares, que son partes… pero de las que nos cuesta encontrar el todo. Y es que ese todo no existe como tal. Figueroa nos presenta un relato fragmentado, un puzzle incompleto y desarmado. Y rompete la cabeza para armarlo, para encontrar el sentido general. Más dudas, más ausencias. Menos pistas.
Característica aceptable en una galería de arte, esta muestra no tiene un eje conceptual, un relato curatorial rectilíneo. A decir de Figueroa, es un relato de tipo Pulp Fiction, donde todo sucede a la vez, y donde todo parece inconexo a primera vista. Pero termina estupendamente tejido y conectado. Aún por el solo hecho de la materialidad, de la legendaria estética villera de Figueroa, pero esta vez más áspera, menos colorida, menos pop.
Madera viva en el paraíso apresado por un cantero flotante, madera industrializada en los broches, madera partida a cachitos en la cabeza sostenida por una mano, madera molida en el aserrín que cubre a la pareja atravesada por palos rojos en pleno escarceo sexual.
Y ladrillo. Ladrillo en el imposible cantero-rémora que sofoca al árbol, agobiándolo con el peso del cemento. Ladrillo molido cubriendo la superficie de la figura del bebé, abandonado sobre un pequeño neumático y amenazadoramente cerca de una bombita de tungsteno. Y chapa. Chapa representada junto a chapa real. Y los mencionados neumáticos. Y el cemento.
Pareciera también que en un punto, Figueroa se perdió un poco entre tanta voluntad expansiva. Que perdió por un segundo el hilo de la idea que tenía en mente. Algo se licúa en la muestra, algo baja la voz. Tal vez el ready made de la tabla de planchar; tal vez la insuficiente decantación de la mezcla resultante entre el ambiente net de la galería y la estética rústica de las obras. Tal vez el continuum de tamaño, ya que son todas obras de mediano formato, sin contrastes. Pero qué va, nadie es perfecto. Nadie ni nada.
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Sobre un pequeño tender igual al de cualquier casa de barrio pero esmaltado de negro, se levanta una especie de casilla tejida totalmente por broches unidos entre sí por su función primordial. Como una Nancy Sinatra del Arte Contemporáneo, Figueroa parece decirnos que los broches fueron hechos para abrochar, pero también nos regala una pieza curiosa e íntima, en la que las pinzas de madera y plástico de colores forman un entramado singular, y comparten, además, cierto ritmo y cromatismo con el cuadro colgado al lado: dibujos de hojas muertas en ocres, verdes y lilas sobre un piso de cemento. Más feuilles mortes dibujadas con preciosismo realista forman una hélice en el suelo de la galería, en un buscado juego geométrico general, una danza estática de cada pieza contenida en una disposición pretendidamente racional, aunque imperceptible a simple vista. O es que la vista se detiene y se queda en las preciosas texturas povera, mientras la mente labura buscando el hilo semántico que ate al conjunto, indiferentes ambas a las geometrías espaciales, que siguen de largo.
Envuelto en su capa, el Arte se atusa el bigote, satisfecho.











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La muestra "El tiempo entre las cosas" de Diego Figueroa, puede visitarse hasta el 16 de julio en la galería Braga Menéndez Arte contemporáneo, Humboldt 1574, CABA, de martes a sábados de 13 a 20hs.



 

     
 
     
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