Carlos Herrera, Premio Petrobras 2011
por Cristina Civale
 
La obra de Carlos Herrera en ArteBA    
 

Carlos Herrera es rosarino. Carlos Herrera tiene 34 años. Carlos Herrera tiene una obra tupida y ecléctica. Entre ella, se encuentra el raro momento en que fue director del MACRO (Museo de Arte Contemporáneo de Rosario), el museo argentino con la más variada y vanguardista obra de arte contemporáneo de Argentina.
Ahora, Herrera, ese muchachito ligeramente pasado de kilos y portador de unas gafas de diseño eternas que tratan de apaciguar su miopía, es beneficiario de la Beca Kuitca, por la cual tiene un taller -prolijo en apariencias pero con mucho torbellino en el backstage de su cerebro- en la Universidad Di Tella, donde la Beca tiene lugar este año.
Además de todo esto, Herrera ganó el más prestigioso premio de ArteBA 2011, el Petrobras –la YPF brasileña-, un premio estímulo, no adquisición, dotado de 50 mil pesos, algo más de 12 mil dólares.
La premiación dio lugar a un escándalo de aldea mezquina. Mientras caminaba la feria los dos últimos días –los únicos en que la visité- escuchaba voces con mezcla de horror y envidia. “La obra le costó 12 pesos. ¡Doce pesos!!!!”. “¿Sabés cuánto gastó Herrera?: 12 pesos”. “No entiendo nada, el tipo que ganó el Petrobras con 50 mil mangos, gastó 12 pesos para hacer esa obra de mierda, una bolsa con cosas”.
Buen punto para detenerse a pensar en el valor económico –el costo- y el valor estético de una obra –su prestigio, originalidad, su impacto en el corpus contemporáneo y el mercado-.
La obra de Herrera, según él mismo se tomó el trabajo de contarme, se ideó así. Desde el concepto, no desde el valor económico. Cuando le pregunto me escribe una acápite sobre su ganadora Autorretrato de mi muerte:
“Moriré. Seis días me dejaré ver, el séptimo seré basura”. Hay un desliz en el tiempo. La feria duró 5 días, los días en los que se dejó ver más un bonus track. Supongo que el séptimo, otro bonus track, lo destina a convertirse en desecho ficcional, al concepto-realidad-imaginario de la muerte, ese lugar del que nadie ha vuelto para contar cómo sucede.
Herrera imagina su ataúd, lo desprestigia y minimiza a través de una pequeña bolsa de plástico blanco, como esas que dan en los supermercados chinos, y las carga de sus cosas amadas, según relata, quién sabe si será cierto: sus zapatillas favoritas, una remera y un par de tonterías más y agrega algo desconocido, del ámbito de lo imaginario, no de lo imaginario visual sino odoro, el verdadero hallazgo de la obra que algunos llaman escultura, otros objeto, en tanto yo elijo nombrar como “poema visual”. Sin su título, sin esas letras que acompañan a la bolsa barata con los objetos amados, la obra podría ser sujeto de cientos de interpretaciones. La palabra, parte fundamental de la obra, inclina hacia dónde orientar las interpretaciones: la muerte, su legado, su putrefacción de humanos con cuerpo. En este apuesta al olor, al espantoso olor a podrido, al riesgo de expulsar visitantes, es adonde originalmente apunta la obra ganadora de Herrera.
Efectivamente, de un costo de producción de escasos 12 pesos, le valió un premio tasado en 50 mil.
Cuando vi por primera vez el Autorretrato…, tuve mis dudas. La obra no me flasheaba. Volviendo a mi casa no pude sacármela de la cabeza, como una obsesión, como un taladro, como una pregunta que no encontró la respuesta adecuada y, por fin, tomé una decisión, que trascendía la idea de belleza y que atravesaba el concepto de una idea poderosa, con anclaje en el tiempo, una obra inolvidable por su aparente y estudiada banalidad y por su olor: ¿cómo olvidar el logro que destilaba, el logro de oler a muerte?
La convocatoria de Petrobras se basaba en el concepto de recibir obras que aludiesen al cambio en nuestro siglo. La obra de Herrera, “esa bolsita pava con sus objetos queridos”, pasa ahora a convertirse en un clásico destilado en pleno SXXI. El concepto de muerte, esa tumba de cementerio privado, con los objetos del alma que dibujan el alma y con la información física y perturbadora de oler a muerte, la muerte de cualquiera que se endilgue como perteneciente al género humano. Desde ese lugar, la obra de Herrera es espantosamente vanguardista, elogiablemente contemporánea, ya que respeta la economía de recursos para crear una obra inmensa que representa como ninguna, mucho más económica que un sepelio o un entierro, el olor y el dolor ante la muerte, la insignificancia y la brevedad de la existencia. Herrera quizá llegó a este mundo para dar cuenta de estas obviedades olvidadas, de que todos oleremos como sus calamares podridos, como su “autorretrato” universal.
Nadie lo sabe. Yo tampoco. Pero me animo a echar una baraja: estamos frente a un clásico que nos cuestiona y nos atemoriza porque su verdad tiene la impunidad de los que hablan sin temor a que el receptor sea intolerante. La impunidad de los genios que no saben que son tales.






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Cristina Civale
/ Escritora y periodista. Acaba de publicar "Las mil y una noches. Una historia de la noche porteña". Es editora de la revista Gazpacho del CCEBA. Colabora en Ñ y en Diario Z. Gestiona los blogs Civilización & Barbarie y La forastera, ambos sobre arte contemporáneo.


www.cristinacivale.net




 

 
     
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