Cuento de Dani Umpi para Revista Sauna.
por Dani Umpi
 
Foto: Pato Rivero    
 

Mi familia explotó cuando mi abuela comenzó a salir con Leo. Ya los átomos estaban alterados pero faltaba un factor externo y ese señor aún no sabe dónde cayó.
Desde el notición, la dinámica familiar nos drogó por completo, quedamos en una histeria adolescente, de secundario, con chismes que aún van y vienen, gritos por cualquier cosa, desorden y abandono. Unos locos. Exceptuando a mi hermana Iri, que se ríe del alboroto y twittea las frases más incoherentes de nuestra madre para volverse la próxima celebrity de internet a costa de la ignorancia del clan, nadie me acompañó en la cordura. El nido no tiene paz y nos la pasamos dando vueltas con el temita de la abuela y su novio, llegando a niveles vertiginosos. Difícil dar marcha atrás en estos vuelos, volver a los domingos con almuerzos de tres platos, reposar. Nunca más.
Mi madre es la peor. Encuentra en cualquier detalle motivos para el pamento y el veneno. Mi padre no existe. Leo es macanudo. Un poco callado. Eso ya le genera desconfianza y lo observa. Lo observa mucho. Demora en atacar. Nos manda mensajes de texto en cadena, incluso frente a los ojos del anciano. Suenan nuestros celulares al unísono, con el mismo ringtone. Los mensajes nos roen los nervios. Leemos los celulares y respondemos por telepatía, atravesando las paredes con la euforia. Nuestra abuela nos dejó locos. No podremos adaptarnos jamás a la nueva vida. Por suerte los viejitos no se enteran de nada. Están en un limbo de mate cocido, disfrutando el tardío apareamiento en sus danzas aladas de besitos en las mejillas.
Me gusta que Leo sea un hombre callado, que se acaricie los labios antes de hablar. Me gusta su mirada en mi casa, sobre todo al recordar a mi abuelo, que se le reventaron las cuerdas vocales mirando fútbol y falleció a los dos meses.
Iri arenga, la muy hija de puta. Le busca la vuelta a la provocación. Leo tiene una marca de anillo muy evidente en un dedo. Mi madre especula un lazo matrimonial no muy lejano pero no se anima a preguntárselo. Va acumulando sospechas hasta que salta, nos manda un mensaje de texto desde la cocina. Iri responde “tal vez sea masón y esconde el anillo cuando viene”. Mi madre no llega a gritar y se va volando a hablar con el cura de la parroquia. Un imbécil, peor que todos nosotros juntos.
El párroco no tardó un día en visitarnos y ponerse del lado de la demencia de casa, de nuestro nuevo orden. Atraíamos a las moscas. Estaba todo podrido. Se atrevió a llamar “loca” a mi abuela, así como así, sentado en el sillón contra la estufa. Yo lo escuché, lo dijo muy seguro de sí mismo, comodísimo y de piernas cruzadas como una maricona. “Está loca”. Mi madre le ofreció un té y repitió la frase. La estaba esperando. Venía de un profesional, de un experto. Era la opinión perfecta, esperada. Fue dicha de golpe, de una, sin considerar opciones como “es la edad” o “es normal”. Es normal que una abuela decida tener un novio. Un novio de su edad, serio, compañero, que tome mate y le dé besitos. ¿Qué tiene de malo? Es normal.
El que no me parece tan normal es su nieto. Mejor dicho, no me parece normal la relación que estamos teniendo. Yo no me siento normal. Me incomoda. Me incomodó cuando me topé con él en la mesa del comedor. La cena llegó el último fin de año. Sin liberar las tensiones del enjambre, la flamante parejita salió victoriosa de la velada mientras explotaban los fuegos de artificio del barrio. Estaban felices con el nuevo año y el nuevo ensamble familiar. Sus dos familias reunidas, brindando con champagne caro. No sé qué pensaba la familia de Leo pero la nuestra tenía los cables cruzados. Eléctricos. Chocamos las copas y me di cuenta que hasta ese momento yo era el único que no había caído en locura. En ese instante, caí, pero no por culpa de mi abuela y esa gente nueva que tendríamos que ver a cada rato, de ahí en más. Caí solito. Me cayeron las fichas. Locura.
Es que yo había salido con ese pibe hacía tiempo, años. Obvio que no sabía que era nieto de Leo. Se dio por casualidad en un sauna. No recuerdo si estuvo bien o mal nuestra primera vez. Debió haber estado bueno porque después la seguimos en su casa. Igual, en aquella época, yo me enganchaba a cualquier cosa. Estuvimos un par de veces más y me cortó, me pidió “que me retirara”. No llamó más. Ni existía el Facebook. Ni me quemé, obvio.
Ya nos conocíamos desde antes del sauna, de la época de Belleza y Felicidad, pero no sabía su nombre. Era de esa vuelta, amigo de no sé quién, de Gaby, de Gary. Tampoco sabía qué hacía ni que era gay. Nada de su vida. Sólo lo tenía visto. Era lindo. Me parecía lindo. Eso sí. Siempre fue lindo pero gente linda hay en todas partes y a cada rato. No quería decir nada.
En el sauna lo descubrí tanteando lo oscuro. Destino total. De repente apareció y saltó esa cosa que salta, que hace que tu cuerpo se ponga en eje y enderece los hombros. Sentía mis dedos como aguijones, veía en lo negro, poderoso, animal. Me encanta que me de eso y siempre lo aprovecho porque no me doy cuenta qué tipo de pibe me lo despierta. Es un misterio que tengo adentro, en los huesos y él logró desatarlo sólo dejándose tocar. Pura sombra y perfume a jabón líquido. Pasamos a más luz y mayor privacidad. Mientras hacía todo lo que tenía que hacer, yo pensaba “lo conozco de algún lado”, “lo conozco de algún lado”. No sacaba el contexto. Lógicamente, nunca lo había visto así antes, tan cerca y tan adentro. Hasta que él me llamó por mi nombre y no quise admitir que no lo reconocí. Se me bajó todo y seguí en plan mimoseo. Los aguijones se escondieron.
Cuando lo vi vestido lo saqué. “Ah, este es de la vuelta de Belleza y Felicidad”. Caminamos despacio hasta su casa y me las ingenié para dirigirme a él evitando ponerle un nombre. Estaba seguro que me saldría cualquier cosa. Compramos condones. Al llegar vi unos recibos de Telefónica en la mesa y leí “Leo”, entonces lo llamé así pero me corrigió. “Leo es mi abuelo, yo me llamo Luis”. Ah. Le miro los ojos pasándole la ensalada de repollo y remolacha. Estoy seguro que se acuerda de ese momento. Baja la vista, se sirve y le pasa la fuente a Iri. Iri se la pasa a mi madre y, sin ningún disimulo, escribe un mensaje de texto que me llega al instante. “Ya te vi, putazo, te estás trillando al nieto de Leo. Sos lo peor. Te amo”. Luis nos sacó al toque y se hizo el boludo, perdido en la ensalada, ubicándonos mentalmente en el peor casillero de sus cataloguizaciones sociales. Luego de brindar y ver los fuegos artificiales, Leo subió el volumen del televisor cuando apareció un videoclip de Adele. Iri miró el techo, hizo una mueca y agarró el celular. La detuve con un “basta”. Nos cagamos de la risa.
Mi madre, hiperborracha, proyectaba a lo bobo. Largaba cualquier disparate y mi abuela se avergonzaba con disimulo. Irina no paraba de twittearla. Le ofrecí un helado a Luis y nos fuimos a charlar al patio. Nos acordamos de toda la época de Belleza y Felicidad. Él estaba más metido que yo y sabía en qué andan los que le nombraba. Le había perdido el rastro pero él los tenía bien calados. Todos estaban super bien, mejor que yo y él. A él también le habría ido bien si no fuera por mi culpa.
Ahí paré la oreja y fijé la vista en la nada. Quedé en silencio esperando la explicación pero no la largaba. ¡Por favor! ¿Sería algo que yo tendría que saberlo? Me sentí muy boludo y nervioso. ¿Qué me quería decir? ¡Que lo dijera! Fui por más helado. No podía creer que este pibe me largara esa. Por suerte llegó el cura a saludarnos y morfar algo, al menos una distracción. El showcito de mi madre ya había terminado. Estaba seria esperando dormirse. Me puse a hablar sobre los pedófilos eclesiastas. El católico se defendió lo más bien, dando argumentos ridículos con seriedad. Me ayudó a zafar. No le prestaba tanta atención tratando de recordar mi parte en la desgraciada vida de Luis, viéndolo en el jardín, paseando entre las plantas oscuras como una bestia enjaulada.
Cuando fui por primera vez a la casa de Luis me llamó la atención lo grande que era todo. Nosotros también vivíamos con nuestros abuelos pero no teníamos tanta guita ni tanto espacio. Había que subir dos escaleras para llegar a su dormitorio y, una vez adentro, se cerraba la puerta y estabas en otro planeta. Tenía un baño y una kitchenette-escritorio con su computadora moderna para aquel momento. Envidié mucho que tuviera un apartamentito para él en esa casa, un espacio tan completo y suyo. Muy linda casa. Ni se me ocurrió invitarlo a la mía. Sólo pensar que Iri estaría escuchando contra la pared nuestros gemidos desde el dormitorio de al lado, me dejaba sin ganas, me acomplejaba aún más.
La última vez que fui a verlo llovía mucho y no cogimos. Él quedó raro de golpe y me pidió que me retirara. Una despedida formal sin beso. Me pareció bien. No me sentí mal porque, la verdad, no tenía ganas de quedarme. Había un aire raro. Los zapatos y las medias mojadas me desconcentraban. Tenía cosas que hacer.
Lo que había borrado de mi mente fue una de esas torpezas que me mando sin que me manden hacerlas. Entré al baño de su dormitorio-apartamentito y encontré unas hormigas en el piso. Unas hormigas muy feas, peluditas. Me dieron mucho asco y las maté a todas con la mano. Matarlas no me dio asco. Lo hago todo el tiempo. Incluso puedo matar una cucaracha con la mano, sin guantes ni nada. Me da asco ver insectos pero no matarlos. Después me lavo y ya está. Incluso pensé que le había hecho un bien a Luis, matándolas. Nada que ver.
Cuando despedimos al cura y su panza llena, volví al jardín oscuro. Luis seguía ahí, dando vueltas, armó un porro comenzó a hablarme de las hormigas, como quién no quiere la cosa. Habló de las hormigas del jardín y desplegó un conocimiento muy específico. Señalaba la oscuridad y se movía. Efectivamente, podía distinguir las hormigas en la noche. Era la antesala para hablar de las hormigas que yo maté en su baño hacía tantos años atrás. Quería sacar el temita y lo hizo con una astucia casi macabra. En realidad las hormigas de su baño no eran hormigas. Parecían hormigas pero eran avispas hembras sin alas. Ahí me callé por completo y lo escuché como a un psicópata. No quise más porro. Me lo explicó en pocas oraciones y terminó la ponencia preguntando “¿Cómo pudiste matarlas sin que ellas te mataran a vos?”. Por supuesto no respondí. Apenas lograba recordar el momento. “Le dicen Matavacas Me costó mucho conseguir esas avispas. Las tenía en una caja en el lugar más calentito de mi casa y las mataste a todas. Por tu culpa perdí la beca Kuitca”. Los ronquidos de mi madre se hacían escuchar. Tal vez eran los de Iri. Mi abuela y Leo se daban besos. Yo, mudo. ¿La beca Kuitca? Un loco.
Él era artista, se entiende. Su obra hablaba del dimorfismo sexual. Es muy difícil diferenciar los machos de las hembras de aquella especie de avispas. El proyecto artístico era muy complejo e incluía panales de vidrio, registros en video, fotografías y la publicación de un libro. Nada de eso pudo hacerse sin las avispas que maté dos días antes de la fecha límite de inscripción a la beca. Se lo arruiné. Era su última oportunidad. Al próximo llamado ya se había pasado de edad. Terminó el porro él solo y se metió entre los rosales de mi abuela. Cuando terminé de entender su historia me metí yo también y lo busqué entre las espinas. Estaba lleno de aguijones y me besaba mordiendo. Acabamos super rápido como esos bichos a los que les basta rozarse para engendrar. Su baba tenía gusto a sangre. No había luna y cada tanto subía alguna cañita voladora a explotar sobre nosotros.
No lo toqué nunca más. No lo quiero tocar ni con palo. Lo veo cada tanto cuando viene a buscar a Leo. Mi madre ni le habla. Iri continúa con su teoría de que quiero levantármelo. Ayer twitteó “los nietos maricones seguirán el ejemplo de sus abuelos”. Apenas lo leí le envié un mensaje de texto que decía “borrá eso ya mismo, hija de puta, o no te vuelvo a hablar jamás en mi vida”. Ella lo borró y no volvimos a hablar de ese tema, ni de ningún otro. Mi madre preguntó “¿Les pasa algo?”. Dijimos “no”.










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Dani Umpi es un multifacético artista que reside en Montevideo, trabajando como escritor, cantante y artista visual. Ha publicando las novelas “Aún soltera” (Editorial Eloisa Cartonera y Editorial Mansalva), “Miss Tacuarembó” (Editorial Interzona) y “Sólo te quiero como amigo” (Editorial Interzona, también editado en Perú por la editorial Estruendo Mudo). Algunos de sus cuentos fueron reunidos en el libro "Niño rico con problemas" (Editorial La Propia Cartonera). Lo mismo ocurrió con algunos de sus poemas, reunidos en "La vueltita ridícula" (Editorial Vestales). Como cantante editó su disco solista “Perfecto” (Contrapedal, 2005) y “Dramática” (Contrapedal, 2009) junto al guitarrista uruguayo Adrián Soiza. En el 2009 realiza su primera experiencia teatral, convocado por el Centro Cultural Rojas de Buenos Aires para el ciclo “Decálogo VII”. “Nena, no robarás” es el título de su primera comedia musical. La obra escrita y compuesta por Dani Umpi, junto al músico uruguayo Javier Vaz Martins (integrante del grupo Astroboy) fue dirigida por la argentina Maruja Bustamante. Su libro "Miss Tacuarembó" fue llevado al cine por el director uruguayo Martín Sastre en el año 2010.  

Pato Rivero web: www.patorivero.com

 

 
     
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