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-¿Eso es un cuadro?- pregunta el chico de dreadlocks, guitarra al hombro y aliento etílico. Qué le digo. O cómo. –Es una obra, sí. Se queda mirando por sobre mi hombro, con curiosidad, las vetas como nubarrones de madera sobre el cielo de “Amanece en las trincheras”. El tren sigue su curso. Y él vuelve deliciosamente a la carga: Eso es un perrito en una trinchera… ¡qué flashero!
Las vetas de la madera pueden ser un interesante canal conductor. Como las vías de este tren. O como la pintura de cuerpo fluido, según Gómez Canle. Porque el tema son los hilos conductores, lo que conecta, lo que une pero también expone la feliz diferencia: juntos pero no mezclados. Pero ojo que ese juntos vale oro, detona reacciones aquí y allá; raptos de alegría, de lucidez, de olisquear con claridad una parte del menjunje general.
No puedo evitarlo. Dar con esas huellas que, como las miguitas de Hansel y Gretel, nos ayudan a unir lo distante, a encontrar y a ser encontrados, es una manifestación espontánea que me asalta siempre. Y cuando se trata de arte, la decisión está tomada de antemano: el zambullón es de cabeza y a lo profundo.
Lo que el rasta con resaca y ojos color miel miraba por sobre mi hombro, en el tren, un sábado por la mañana, era el folleto de la muestra de Sebastián Gordín en Ruth Benzacar. Flashero, lo definió. Un término más que ajustado para el díptico en cuestión, y para el resto de la muestra.
Paisajes como de Poussin y los “ángeles del fango”, por un lado.
Pero también hay otro. Habitado por una autopista trunca en medio del campo y por planos de fórmica celeste con incrustaciones de nogal. Pero a no adelantarse. Primero lo primero.
En la galería Ruth Benzacar, ubicada casi bajo las entrañas de Plaza San Martín, una muestra binaria exhibe el hinterland creativo de Max Gómez Canle y Sebastián Gordín. Van bien las muestras tipo tándem, ese juego entre dos concepciones y dos tipos de imágenes. Generan contrapunto, oposiciones, relaciones y también encuentros. El criterio usado para juntar a los dos artistas, puede guardar causas museológicas o prosaicas; creativas o sólo respaldadas en cierta necesidad o conveniencia.
En el caso de Canle-Gordín existe un algo umbilical, sin embargo. Casi como dos miniaturistas, ambos trabajan formatos reducidos pero con el detallismo agudo destinado a un manuscrito miniado. La Recámara mental de Gómez Canle (tal el nombre de la muestra), intenta meternos en un estado psicológico estanco, plagado de afluencias y visiones, con la pintura como fluido conductor, cual sangre oxigenante, milagrosa. Una idea poética que se corporiza en bellas y lúdicas pinturas. El artista, además, juega con la forma de los soportes, coqueteando con lo Madí; geometrías escalonadas y zigzags que establecen el límite entre la pared y la obra. Límite que gusta también de subvertir, dejando huellas de evidencia. Apoyados en módulos, encontramos dos pinturas-objetos: el cuadro octogonal se continúa en un cono espejado, terminado en un vértice agudo. Es como si con la obra hubiéramos arrancado parte de la pared, hecha de un inesperadamente vistoso material. Una suerte de espada Excalibur. A cada cóncavo su convexo, sobre uno de los muros dos huecos que repiten esa forma parecen denunciar la pérdida. Los paisajes a lo Poussin o Lorrain con elementos surrealistas trasportan a un mundo sereno y delirante a la vez, que da gusto observar mientras acontece lo impredecible: la aparición de poliedros de color con patas, mitad cartoon mitad el Bosco. Flashero.
Continuando por el hilo del género de la historieta o del dibujo animado, volviendo al primer subsuelo –en esta especie de arcano chic que representa Benzacar- Sebastián Gordín juega también con darle al espacio que le toca un carácter determinado. Acá, la celda mental se transforma en un metafórico –muy- gabinete de curiosidades al estilo decimonónico, donde en vitrinas iluminadas por luz blanca se despliega una serie de las ricas piezas del artista: sus ya legendarios trabajos de marquetería, donde la contundencia presencial de la materia prima se funde a la perfección con la narración figurativa en clave pulp fiction que contienen estas obras. Las imágenes se componen de vetas, de texturas y de personajes, y todas son igualmente elocuentes y cohabitan sin pisarse. Este costado de Gordín es su punto más apasionante, amén de su virtuosismo y su talento para crear extrañas acuarelas urbanas con olor a la Europa de mediados del siglo XX. Una suerte de cuentos de Salinger trasmutados en imágenes. Bibliotecas que ceden a un piso a punto de tragarlas, congelado todo en el punto álgido de la catástrofe, anaqueles y estanterías derribadas en efecto dominó, con cientos de libros esparcidos en el piso, todo en escala liliputiense, son algunas otras de las piezas que conforman la muestra. Como contrapunto a todo este Armagedón cultural, los Ángeles del Fango (1) arriesgan su vida por salvar las toneladas semánticas del legado florentino. Pero eso fue en 1966.
Pensando en vetas de madera, en piezas de mobiliario resignificadas como piezas de sentido, en personajes brueghelianos o con DNI de historieta, en fantasmas, ausencias y paisajes, viajo. Pero viajo por ellos, conducido como en ese tren de sábado por la mañana. Faltan, eso sí, los ojos color miel del rasta.
Y vuelvo a encontrar vetas, superficies de placer, paisajes explícitos y paisajes aludidos, murmurados. Esta vez no hay personajes al estilo Tintín, pero los poliedros con patas de Gómez Canle encuentran su paralelo en ciertas arquitecturas freak aparecidas, como por generación espontánea, en medio del entorno más bucólico y romántico imaginable. Santiago Porter en la galería Zavaleta Lab. La muestra: Bruma, un título cuya aura wertheriana sugiere, más allá de la existencia fáctica de niebla en algunas de las imágenes, un algo inaprensible. Presente pero impalpable. Inmensurable. Y con qué vara medir la aparición surrealista de un tramo de autopista desde y hacia la nada. O una garita de cemento en el eterno horizonte pampeano, testigo de nada y convirtiéndose, casi, en símil ídolo de la isla de Pascua. Aquí el paisaje ideal clasicista troca en aspereza bonaerense, pastizal y cielo, ininterrumpidos a más no poder. Pero el clima creado tiende a romperse con una interrupción no deseable: el vidrio de las fotos en gran formato, de Porter, refleja incómodamente la luz natural que entra por la vidriera y la de la iluminación artificial de la galería. Un fallo que conviene subsanar, para posibilitar la adecuada comunicación con la obra.
De las entrañas de la provincia de Buenos Aires, también, emergen las raíces y las hojas de chala de la obra de Silvana Lacarra. Bueno, una parte de su obra, expuesta en tándem con la de Porter. Porque estas texturas telúricas, abstractas pero innegablemente folk, van acompañadas –en algunos casos literalmente- por las fórmicas de colores tremendos domadas en formas curiosas, que caracterizan la producción de ésta artista. Solos y Dúos, se llama su parte de la muestra, y los dúos refieren justamente a este curioso (y alucinante) apareamiento de lo industrial-artificial con lo orgánico-natural. Pero todo se funde espectacularmente, aunque es cierto que al principio desconcierta un poco. Pero qué mejor que quedar perplejo, cuando de arte se trata y cuando, como en este caso, hay solidez y vuelo poético de base. Deslumbrantes y pulidísimos planos de fórmica turquesa, azul intenso o celeste, juegan en su fresco optimismo nacido en el Estado Bienestar, con la elocuencia y la serena sabiduría de lo salido de la tierra, de lo ancestral. En ambos, no obstante, está la mano del hombre, su trabajo. Y acto seguido la cultura, madre de todos los haceres. La materia, sus formas, su belleza, sus colores, son el tema de Lacarra. Y poetizar con las sustancias, exprimirles sus secretos, sonsacarles posibilidades y lecturas.
Aquí, el “dúo” con Porter resulta extraño. Forzado. Como el diálogo entre un coreano y un griego hablando sus lenguas natales. Pero el hermoso texto curatorial de Graciela Speranza salva el bache. No. Mucho más que eso. Lo llena triunfalmente. Le da sentido a todo, real o imaginario, qué más da. Si somos bichos que convivimos, desde que nacimos, con el concepto de la relatividad, esa reina del arte contemporáneo.
Flashero y contemporáneo.
(1) Se les llamó “ángeles del fango”, a un numerosísimo grupo de chicos y chicas voluntarios que, en 1966, en una monumental crecida del río Arno que inundó la ciudad de Florencia, Italia, corrieron a rescatar del barro libros, cuadros y otras obras de gran valor histórico y simbólico, salvándolos de la destrucción.
Las muestras “Días sin episodios” y “Recámara mental”, pueden verse hasta el 11 de noviembre, en Ruth Benzacar galería de arte, Florida 1000, CABA, de lunes a viernes de 11.30 a 20.00 hs.
Las muestras “Brumas” y “Solos y Dúos”, pueden verse hasta el 22 de octubre en Zavaleta Lab Arte Contemporáneo, Venezuela 571, CABA, de lunes a viernes de 11 a 20 hs. y los sábados de 11 a 14 hs.
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