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Se dice que fue el certamen más arriesgado a la fecha. El adjetivo resulta ingenuo, o acaso mal aplicado, para enunciar la experiencia que la petrolera brasileña financió durante la última feria. Si arriesgado es el calificativo, evidentemente algo escapa a mi comprensión -o es quizá la verba mediática que es permeable a paradojas y me confunde-, porque tengo entendido que arriesgar es apostar a lo desconocido, expandirse en las fronteras de lo inabarcable y sondear el abismo que hay en las producciones más ciertas y consecuentes. El coraje que emerge ante la pérdida o ante el riesgo de correr con algún tipo de desventaja, aislado de la gran maquinaria comercial que la feria ofrece como contenedora, no estuvo presente en el premio -tampoco en las galerías, que este año apostaron a obra aún más segura que en años anteriores-. Evidentemente, algo no pasó en esta edición.
Imponer un método de trabajo a los artistas que participaron del premio no es arriesgado en absoluto; de hecho, es un terreno bastante seguro ante el devenir propio de la creación. La rienda suelta promete más aventuras que las acartonadas propuestas inducidas por las restricciones propias de cualquier certamen, y más aún si las proponen desde lo formal o lo metodológico. Si la obra se emancipara del premio -o si supiera someterlo- sucedería algo similar a lo que pasó en la edición anterior cuando un calamar descompuesto entre ropas simples, exhibido en una bolsa de plástico fue galardonado con 50000AR$. Si de adjetivos se trata, prefiero lo controversial a lo arriesgado.
Si bien no hubo una temática estipulada, hubo una metodología de trabajo impuesta: la interdisciplinariedad. Pero la convocatoria no fue para colectivos de esta índole, según las bases los equipos tenían que fundarse para la ocasión. La labor del artista visual que quisiera participar sería buscar compañeros estilísticos de otros órdenes: teatro, letras, música o danza por ejemplo, y así cumplir con los requisitos necesarios para la participación, por más que la unión no sea imperiosa en la obra del artista generador ni sea significativa en el orden de la producción de ninguno de los comprometidos. Relleno relacional. Digo esto ya que el premio se instauró desde las artes visuales -desde una feria de artes visuales- y no desde las experiencias escénicas que se cuelan como contrapartida en esta edición guiada hacia lo performático, en una época en donde la performance está bastante retraída y adormilada. Y aquí, en el acto de reanimar al muerto a fuerza de imposiciones, es donde el circo despliega sus parafernalias en la carrera por la complacencia al gran jurado, y se disuelven la mayor parte de las poéticas personales tras la búsqueda de la cucarda y la gloria que año tras año el premio promete.
Si bien los resultados del certamen fueron dispares así como disparatados, ninguno tenía el corte que una obra de arte importante promete. Todas eran experiencias, así que de “arriesgado” pasamos a “experimental” sin escalas. Los experimentos, sin ánimas de ser el resultado de una investigación sino el mero proceso expuesto visceralmente, no deberían mostrarse en este contexto. Deberían ser, sí. Pero no engalanarse entre pompas, flashes y ropa de diseñador para autenticarse.
Quizá el problema está en entender al artista como el motor natural de las artes en un escenario donde se estaba poniendo otra cosa en el tapete: al jurado, a la directora y las ideas curatoriales. En ADNcultura Cippolini decía: “El premio arteBA-Petrobras compite una y otra vez consigo mismo: ése es uno de sus mayores atractivos.” El síndrome es claro: más evaluadores que evaluados. Originalmente doce jurados de diversos orígenes de los cuales quedaron ocho, en parte por un bochornoso episodio de mala fe para con las bases y oportunismo incipiente, además de otras bajas que se dieron naturalmente por diferencias éticas... Gracias a Dios, o a algo similar, la idea del reallity show del arte es muy banal hasta para una feria.
“Por todo esto, creo que sería un grave error insinuar que el premio arteBA-Petrobras exhibe las tendencias dominantes de una época. Al contrario: lo que lo vuelve más peculiar es que se fue convirtiendo en un gran experimento donde lo curatorial es uno de los factores que más se pone en juego. Los artistas y sus proyectos siguen siendo los protagonistas definitivos, pero sus propuestas surgen de una restricción que es propia del concurso.”, volvió a decir Cippolini en la única nota interesante sobre el premio. Si bien estoy de acuerdo con lo que dice sobre el experimento curatorial y la competencia suscitada entre premios, difiero cuando llama a los artistas, protagonistas definitivos. Hay una forzada actitud que lleva a los clanes a competir tras un premio que es más simbólico que económico -ganó más dinero el pintor que se presentó solitario en el aburrido premio Arcos Dorados en la misma feria-. Además, es diferente del contexto que sostiene, por ejemplo, a un atleta en competencia. Sus búsquedas son diferentes. El deportista trata de superar un récord ya instaurado en base a las reglas del juego que juegue, la meta es clara. El resultado de la indagación de un artista no tiene meta y es imposible de estructurar en comparación con otros. En este caso particular no se ven artistas protagonistas sino artistas marionetas de este teatro de egos desplegado para la feria. Es una de las tantas veces que en un sistema que, se podría decir legítimo, se promulgaban ciertas actitudes de competencia más que de diálogo en torno a ideas curatoriales.
Este es un claro ejemplo de que la curaduría apriorística no da buenos resultados. Primero debe ser la obra y después los artilugios en torno a ella. ¿Cómo es posible pensar que una inducción experimental puede dar como resultado una obra de arte cierta, compleja y no un sistema de operaciones complacientes con el medio y en un entorno potencializador como lo es una feria anual? Una temperatura diferente rige los modos de actuar. El templado erotismo que tiene la curaduría contemporánea a cargo de teóricos no es el mismo con el que los artistas conciben su obra. Unánime estuvo viciado por completo desde sus orígenes. Si esta parece una lucha por el poder de las ideas, curadores y artistas están en desigualdad de condiciones. Los primeros manejan el poder del establishment, los otros no estoy seguro qué manejan después del premio… así estamos.
Hace poco crucé unas palabras con un conocido coleccionista sobre los espacios de asombro. Este me dice que ya no hay lugares donde ver jóvenes creadores, donde ver algo nuevo de lo que pasa por la fibra más novel, y pone de ejemplo -solito- a la beca Kuitca. Afirma que son todos viejos conocidos, que antes de estar en la beca, estaban con galerías que ya se los habían acercado a él como comprador. Ahora pienso en el premio y comparo -salvando las distancias- con sus orígenes, cuando intentaba funcionar como una suerte de termómetro de tendencias o definirse como un visibilizador de vanguardias. En esta edición, artistas de reconocida trayectoria reverberan en la sartén del refrito acomodándose al gusto de turno: la performance demodé. Hubiera sido bueno no ver artistas grandes, con obra igual de grande, haciéndose chiquitos para entrar en el kínder experimental de un board de intelectuales. En los intersticios de las propuestas se revela el terreno ganado por las políticas de producción de obra glacial y apática, y también la maldita endogamia, con todo el desolador panorama que genera ante nosotros.
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