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Me perdí el atardecer. Llegué una hora tarde para ver como la naturaleza hacía lo suyo, por los intersticios de la arquitectura, modificando lo sí pude ver después. Una exhibición en la cúpula de un edificio histórico de Buenos Aires. Pensada por dos artistas y organizada por dos galeristas, todas mujeres de la nueva generación de armas tomar. “Rampante” el título de la muestra suena a manifiesto. La cita requería puntualidad y no por una performance o porque la obra tuviera un tiempo activo, sino porque se sabía que el momento perfecto lo propiciaba la luz. La que baña y alimenta, la que logra que todo sea perfecto y, a la vez, misterioso. Atardece y la hora mágica hace lo suyo sin mí, para luego dar lugar a la noche que todo lo tiñe de una densidad envolvente. Entonces, llego a la recepción del edificio envuelto por eso que todos llevamos a cuestas cuando baja el sol.
Primero lo primero, el edificio Bencich fue diseñado por el arquitecto francés Édouard Le Monnier por encargo de los hermanos Massimiliano y Miguel Bencich, dueños de una empresa constructora. El arquitecto diseñó en 1927 dos edificios comisionados para ellos, uno llamado “Bencich” y el otro “Miguel Bencich”, que se ubican enfrentados y separados por Diagonal Norte, uno y otro conjugan elementos del clasicismo y el academicismo francés. El remate de ambos se da en sus increíbles cúpulas que coronan estas cuatro esquinas delimitadas por la Avenida Roque Sáenz Peña, Florida, Bartolomé Mitre y Rivadavia.
Vuelvo a la primera persona del singular ubicado en la recepción del edificio, y me anuncio. Estoy en la lista, me dejan pasar. Ascensor con ascensorista, silencio. Ascenso rampante, risas. Terraza y un buen vino. Amigos, conocidos y las cúpulas como anfitrionas. Son dos, bellas e imponentes, una recién pintada, la otra un poco olvidada de la mano cuidadosa del hombre, aunque en línea con el resto del edificio. Un poco de moho y verdín. Esa es la nuestra, no se sabe pero se presiente. Desde la terraza, por una escalera caracol, se accede a la cúpula que le suma otros cinco pisos al edificio y que alberga oficinas. Corto la charla que empecé en la terraza y, con el aire fresco, me muevo. Creo que es tarde aunque no se, tarde para qué.
Rampante reza la invitación y hay tres acepciones para la palabra. La primera es en relación a la figura del animal que tiende sus garras en ademán de agarrar o atrapar. La segunda habla de ascender pero la figura es la del trepador ambicioso sin escrúpulos. La tercera y última es la que alude a la construcción en declive, como el arco y la bóveda que tienen sus impostas oblicuas o a distinto nivel.
No hay ascensor. Escalón tras escalón me sumerjo en la experiencia de enfrentar lo desconocido. El lugar no es sórdido, para nada, pero está un poco abandonado. Tampoco es el tradicional cubo blanco, eso provoca una excitación inusitada. Nunca estuve en este edificio, mucho menos en su cúpula y jamás imagine buscar obra en este contexto. Me gusta la idea y, si lo pienso bien, no es extraña. Todo es posible en estos días.
En ascenso inevitable, en el hall de distribución de las oficinas del anteúltimo piso encuentro una herramienta de trabajo. Un rodillo empapado de pintura blanca seca, engarzado a un palo bien largo que oficiaba de extensor, se nota. Herramienta que, de buenas a primeras, adjudiqué a una de las artistas. Resultó que no.
En el último tramo del ascenso encuentro algo reconocible, son los caños tubulares de la obra de Luciana Lamothe. Sus estructuras metálicas que antes configuraban instrumentos de destrucción, encuentran en esta ocasión otro orden. Uno mucho más lírico y menos agresivo, aunque igual de potente que en obras anteriores. El andamiaje se erige en el centro del hall del último piso y se eleva asimétricamente hasta el seno de la cúpula. Desde la perspectiva del visitante, parece un andamio de interiores, un puente, un corredor, una estructura urbana trastocada en su ubicación. Miro hacia arriba y se disuelven las referencias obvias: contenida en el interior de la bóveda se desarticula geométricamente como un órgano de tubos que se elevan. La funcionalidad de la escultura/instalación se pone en relación con el espacio que la alberga. Surge la poesía. Esta vez Lamothe no ataca ni divide. No señala la diferencia que habita entre la obra y su contexto. Hay una clara comunión entre ambas.
Entro a la obra -se puede transitar sobre ella- todo se mueve, rechina y hacia el final del trayecto, se sacude. Sin violencia y con una interacción limitada, se acortan las distancias. En obras anteriores, Lamothe nos dejaba afuera del acto, la sala de exposiciones funcionaba como escena del crimen vallada. Pero en este “puente inestable que suena con el andar” la artista encontró la manera de no aislar a los espectadores del momento activo de su obra. Ya no se observa el instante posterior al acontecimiento, esta vez la acción es en presente.
Hora de entrar a las habitaciones vacías que están en el mismo piso y que fueron intervenidas por Rosario Zorraquin. La pintura sobre las paredes parece el acto desenfrenado de una persona desequilibrada. Evoca algo de encierro y de psicosis. Es la manifestación del aislamiento y hay, por cierto, una energía de otro tiempo. Algo noventoso. Recuerdo a Charly García. Esta intervención tiene una concepción y factura un tanto escenográfica que no termina de darle el cuerpo sustancial que podría haber tenido. Se percibe como una ficción, un supuesto. Su carácter no termina de ligar con el espacio. Es la puesta en escena de un mural con simbología ajena a su tiempo y su espacio. Una ficción de sitio específico.
Sin embargo, Zorraquin acierta en la sala pintada de blanco, que de algún modo resulta purificada, y a la que, ahora advierto, aludía el rodillo abandonado en el piso de abajo. El silencio de este blanco permite una relación con algo más abierto. Otro acierto es la tela que cuelga suspendida, una pintura concentrada y poco pretenciosa. La evocación a la historia de la pintura tiene más fuerza en la tela que en la intervención. Quizá sea el tiempo dedicado a la contemplación y al trabajo.
Es hora de volver. Bajo los cinco pisos por escalera, atravieso la terraza todavía con gente bebiendo y charlando, bajo en el ascensor, camino hacia la recepción, saludo al guardia y cruzo la puerta principal. De nuevo en la calle, desde abajo, miro hacia arriba. El edificio se impone.
Rampante. Luciana Lamothe y Rosario Zorraquin para Machete en el Edificio Bencich. Miércoles 20 de marzo de 2013. Fotos: José Pereyra Lucena y Carolina Graco. |
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