|
El vuelo de la remera blanca, como imagen, suena altamente poética y evocadora. Bien cinematográfica, tanto que casi podemos ver ondear el rectángulo de algodón blanco, recortado sobre el azul de un cielo toscano, en un paisaje bucólico como de Bertolucci, quien, dicho sea de paso, planteaba muchas de sus escenas como pinturas clásicas.
Y ahí se cierra la elipse, porque la muestra de Mariana López en Schlifka Molina es de pintura. Y va sobre la pintura. Y Mariana López es pintora y hace de ello su credo.
Obras, tema y discurso versan sobre los alcances y la posibilidad de romper –aún- con los límites que la pintura pueda seguir encontrando.
Una mirada a su producción anterior pone de manifiesto que esta artista atraviesa un proceso de depuración en el que se vale de cada vez menos recursos, o de recursos menos espectaculares. Si recordamos las escenas hiperpobladas de sus obras de unos años atrás –enanos velazqueños, autos chocados, soldados totalitaristas, todo en dulce montón - y las comparamos con su producción actual, podemos sentir que López está asentada. Reconcentrada. Que cambió el caos demográfico y narrativo anterior por una dirección mucho más sutil, y, aunque no lo parezca a simple vista, mucho más compleja, a la hora de interpretar y de hacerse preguntas.
La muestra tiene dos momentos, dos situaciones distintas, en las que se apela a diferentes motivaciones pero con resultados, también, desiguales.
En la sala que da a la calle, con una amplia vidriera que permite ver desde el exterior, está la prima donna de López: un objeto extraño, ambiguo, de grandes dimensiones, casi como una ballena azul varada en pleno Palermo Soho. Se trata en realidad de lienzos de gran formato, pinturas azules con motivos geometrizados en la misma línea cromática. Las telas envuelven algo que yace en el piso de la sala, sin que sepamos nunca a simple vista de que se trata. Esta es la pieza más inquietante y misteriosa de la muestra, y aunque juega con lo corpóreo y el concepto de instalación, la clave está en los dos grandes lienzos pintados al óleo. Lo que están cubriendo se torna secundario aunque el acicate por verlo revelado sea inevitable. De hecho, la obra incluye un momento cuasi performático o de acción, en que la artista –a través de un sistema de roldanas construido a tal fin- levanta un par de metros las pinturas revelando parcialmente el interior. Abajo aparece un sillón curiosamente tapizado entre otros objetos embalados en plásticos como para una mudanza. Tras su apariencia de re-versión de Christo, esta pieza funciona como una metáfora sobre la pintura y el objeto encontrado. La revancha de la pintora sobre la pos producción y el ready made, cubriéndolos, quitándolos de la vista.
Alrededor, en las paredes, tres lienzos colgados del reverso. Todos tienen idéntico corte prolijo, geométrico, premeditado. No hay nihilismo ni gestualidad. Es una operación limpia, con un destino claro. Estas piezas son de una gran belleza; desde el revés de la tela y su trama, hasta el anverso vuelto hacia afuera por el tajo fontaniano: lo que queda revelado es un motivo decorativo de mantel, pintado en azul sobre blanco, como un azulejo Pais de Calais imitado artesanalmente. Imperfecto, lindo pero tosco. Tiernamente patético.
Hasta aquí la muestra va por el andarivel de la ambigüedad, lo latente, lo inacabado o deforme, y las preguntas que deja flotando resultan interesantes por que plantean un enigma que no terminamos de develar nunca -mucho más allá de la anécdota del bulto escondido, claro-. Todo el conjunto funciona como un disparador múltiple, y el goal se ve reforzado por la sobriedad de los recursos visuales utilizados para ello. La lectura es particular y de conjunto.
La otra parte de la muestra, en la sala siguiente, juega (y esto es literal) con temas pictóricos muy concretos: el trampantojo, el ilusionismo, la traspolación de la pintura al objeto, las citas al arte clásico.
La cortina pintada sobre la pared a escala natural, es un trampantojo (o trompe-l'œil, para los que sepan pronunciarlo) contemporáneo. Y uso este término porque si bien se trata de una pintura hiperrealista, tiene un grado de tosquedad expresionista que la identifica claramente con cierta estética de este momento histórico. Y con la estética del trabajo de Mariana López en concreto. No obstante, siendo que el engaño visual se produce efectivamente, fundiendo los límites entre realidad y representación, la cortina tiene DNI de trampantojo a todas luces. Juega, incluso, con la cita a una cortina que Agatarco pintó para una obra de Esquilo. Lo escenográfico también está presente, aparece como guiño, y es un elemento que López planta a sabiendas en su trabajo. Hablamos de Agatarco, y ahora recuerdo los pintores de escenografías y diseñadores de “tramoyas” del teatro popular español del 700. López no se cansa de jugar y de citar. No es fresca, pero uno termina advirtiendo que es marcadamente lúdica.
Alrededor de la cortina una serie de objetos componen una instalación pintada y objetual que satiriza, dándola vuelta como un guante, la instalación con objetos encontrados. El juego de espejos es variado en ironías y ramificado, porque López pareciera decirnos (y el texto curatorial de Ezequiel Alemián es revelador al respecto) que la pintura en sí, no ya la representación, sino sus materiales más clásicos: óleo y lienzo, pueden salvarlo todo. Todo vuelve a su lugar, pero sólo porque pudo salirse de él.
Sobre el suelo, dos tachos de pintura, unas remeras plegadas, una cesta llena de pomos de pintura, varias biromes Bic y algunos sobres de carta. Nada es lo que parece. No hay papel, ni plástico, ni mimbre, ni industria. Hay lienzo y óleo, nada más. Que se salieron del plano y se volvieron objeto. La representación como una Alicia tras el Espejo.
Pero aquí es donde, también, se produce un cortocircuito: es tal el verismo de estos objetos creados que uno puede llegar a tomarlos por reales si no los toca –cosa que un museólogo, por condicionamiento Pavloviano, nunca hace-. Es por eso que acá el chiste ilusionista, el juego de espejos, la cita al canon clásico, se desinflan un poco y pierden fuerza.
Y hacen falta dos para el tango, dicen.
La muestra El vuelo de la remera blanca, de Mariana López, puede visitarse hasta el 27 de abril en la galería Schlifka Molina, Gorriti 4829, Buenos Aires.
|
|
|