|
En la sala todavía quedan rastros de trementina como señal inequívoca de la pintura. Es que, en efecto, la exposición de Paola Vega La posibilidad es una muestra de pintura.
Tres grandes telas pintadas al óleo se disponen sobre la pared abriendo un espacio otro dentro de la sala, donde el color se transforma en atmósfera e impregna el espacio circundante. Otras reseñas que precedieron a esta (me refiero a las escritas por Lara Marmor y Laura Isola, y previamente el texto de su curadora Verónica Flom) analizaron con acierto el poder de estas obras y su modo de ser dentro de la vasta tradición de la pintura.
Sin embargo, en este caso me interesa apartarme un poco del análisis inmanente de la pintura, aquel que refuerza su discurso autónomo, y pensar la pintura en relación a sus dispositivos de exhibición. Situar la pintura en su contexto expositivo implica historiar los modos en que las obras viven y son transformadas por los diferentes espacios que habitan transitoriamente. Del taller al museo y al living burgués; todos estos tránsitos en el sentido que se den en cada caso, modifican materialmente la vida de las obras al situarlas en coordenadas espaciales con codificaciones y lógicas propias.
La pintura en el taller se apila junto con otras compañeras de serie, en la casa del coleccionista se ubica arriba del sillón, y en el museo se cuelga a la altura de la visión en un espacio llamado neutral. Una tipificación moderna que encuentra correlato en la enorme colección de registros fotográficos que hoy más que nunca circulan en la web.
Paola Vega, al igual que muchos artistas de su generación, colecciona estos registros casi como marca de época que evidencia un interés en la pintura no solo como superficie, sino principalmente como una experiencia que encuentra en el espacio que la habita una cualidad diferencial.
La pintura siempre miró a la pintura, y es este principio el que fundó su discurso autónomo. A partir de allí su historia pasó a llamarse tradición. En la temporalidad polimorfa que supone el acto de pintar, en su ir y venir por la historia, la pintura recurrió al mecanismo de la “cita” como una manera de hacer propios los fragmentos de otras imágenes, cuyo uso y abuso caracterizó a la pintura bajo el auge de la teoría posmoderna.
Frecuentemente suele confundirse el uso de este mecanismo y asumir con cierta ligereza que los artistas citan a otros artistas. Asumo que el mecanismo por el cual las imágenes se cuelan en las obras de los artistas son mucho más complejos que la forma del collage posmoderno, porque de lo contrario los análisis se limitarían a buscar filiaciones entre las obras, un ejercicio que sin dudas puede ser útil si su finalidad no se cierra en el sistema de parentesco exclusivamente.
Podemos postular ecos de las pinturas de Mark Rothko en la propuesta de Paola Vega; sin embargo, esta mención nos tiene que forzar a pensar más allá de una analogía formal, sobre todo teniendo en cuenta que el acercamiento de Paola a la obra de Rothko está mediado por una búsqueda de otro orden. La pintura de Rothko tiene importancia en su propuesta no sólo en términos de su factura pictórica, sino también atendiendo a los modos de ser exhibida. No sólo se mira la reproducción de la pintura (aquella cuyo encuadre recorta el borde de la pintura), sino precisamente la fotografía donde se ve al Rothko acompañado por otros Rothkos organizados en secuencia monumental en una sala despojada. Más que reproducciones de obras, se buscan registros de sala.
En este sentido la operación que propone Paola Vega podría ser entendida bajo el creciente interés que despierta en muchos artistas de su generación -entre los que podríamos incluir a Adriana Minolliti y Leila Tschopp, entre otros- la pintura en tanto artefacto que participa de la cultura material e interviene modelando formas de sociabilidad. Esto es: la pintura en el estudio, la pintura en la casa, la pintura en el espacio urbano, y la pintura en las grandes salas de exposiciones cuyo modo de ser contemplativo y silencioso nos interesa en este caso.
Quizás estos comentarios en torno a La posibilidad puedan sonar algo abstractos si no pusiéramos en consideración el pequeño banco de madera natural que la artista ubicó frente a las telas, un elemento sutil que se convierte en una fuerte intervención que articula la sintaxis de la percepción moderna. Su presencia refiere al espacio del museo y sus modos contemplativos, serenos, distantes y sin mediación del cuerpo. Todo un decálogo de procedimientos sumamente reglados que organizaban un combo donde la pintura abstracta debía tener como soporte paredes blancas, lisas y sin remates ornamentales. Del otro lado, un espectador pasivo observaba.
De este lado de la historia y del mundo, es sumamente auspicioso que los artistas analicen y deconstruyan los mecanismos que pusieron en circulación las producciones artísticas modernas y adviertan que el espacio expositivo es una forma históricamente determinada.
Jimena Ferreiro. Es coordinadora del área de curaduría del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Egresada de la Facultad de Bellas Artes (UNLP) y especializada en Crítica de arte (IUNA). Actualmente trabaja en su tesis de maestría sobre prácticas curatoriales en Buenos Aires entre finales de los años noventa y comienzos de la década de 2000 (UNTREF).
Trabajó en el Centro Cultural Recoleta (2002-2006), en el Museo Provincial de Bellas Artes “Emilio Pettoruti” de La Plata (2006-2007) y colaboró en la investigación y producción de proyectos para el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires-Malba (2010), Fundación Proa (2011) y para el Departamento de Arte de la Universidad Torcuato Di Tella (2013); además de haber realizado proyectos como curadora independiente en el Fondo Nacional de las Artes, en el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario, entre otros espacios.
Es docente en la Facultad de Artes (UMSA) y la Facultad de Bellas Artes (UNLP).
Vive y trabaja en Buenos Aires.
|
|
|