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Traía esas imágenes conmigo como espectros que se me aparecían cada tanto, desde que las vi en la Fondation Cartier pour l'art contemporain en septiembre. Había recorrido la muestra de Ron Mueck con mi libreta de notas en la mano, sin haber podido escribir una palabra. Volando de vuelta a Buenos Aires cerraba los ojos ¿de qué me acordaba, más allá de esa sensación de cohabitación?. Y de lo que me acordaba primero era de la carne, de la piel, frágil a más no poder, sobre todo al evocar las manos y los pies, grandes o pequeños. Era sin duda más una sensación que un recuerdo. No haber podido tocar era la causa de esa pregnancia que no era visual, si no táctil, provocada por la privación del contacto directo. Me acordaba de cada una de esas nueve esculturas realistas hechas a escalas caprichosas por su presencia desde la carne, cuyo efecto fue más fuerte que el de sus miradas esquivas.
Y me imagino a esos personajes viajando en sus cajas, algunos desarmados en pedazos, volando hasta Buenos Aires para volver a expandir sus escenas en un nuevo espacio… Y yo apurada, yendo a La Boca para verlos otra vez, con la libreta de notas en la mano.
¿Qué pretende usted de mí, Ron? ¿que tome en cuenta sus declaraciones y piense que sus personajes son “neutros”? ¿O que crea en la palabra de la curadora de la muestra cuando afirma que “no hay drama en la obra”?
La piel no es neutra ni ajena al drama, es el órgano más grande del cuerpo, está irremediablemente expuesta, y se expande a la comunicación. Y aunque la carne siempre fue el opuesto del espíritu, en este caso la carnación queda impregnada en el alma del que mira (y eso dura).
Yendo más allá, observando la mirada en cada uno de ellos (cuestión inevitable cuando se trata de retratos), está el hecho de que ninguno mira francamente a los ojos. Están claramente ensimismados, atrapados en sus propios pensamientos, en sus propias sensaciones, como si hubieran sido fotografiados desde la clandestinidad. Mueck utiliza la fotografía en el proceso de producción, ya que le permite acceder, según sus propias declaraciones, a detalles que de otra forma no podría observar. Como si esas fotografías tuvieran el poder revelador de un espejo, o porque tal vez llegan a captar “cierta calidad ontológica escurridiza”, como declaraba el gran fotógrafo Walker Evans, y eso fuera felizmente transferido al resultado final.
El ensimismamiento es una estrategia teatral por excelencia a los ojos de Barthes, nunca deseada ni presente en sus retratos elegidos. Contrariamente, Jeff Wall declaraba en una entrevista: “En las imágenes absortas, miramos a figuras que parecen no estar “actuando” su mundo, sino sólo “existiendo” en él.” Pareciera que ese existir sólo se logra sin atraer la atención de los personajes, capturándolos en el transcurrir de sus íntimas situaciones. Esa interioridad de los personajes parece crear un halo que delimita sus mundos privados, y esto influye en el que mira. Observando a los visitantes, muchas veces parecen estar en la actitud de quien se inmiscuye en una historia ajena, y hasta puede notarse en ellos un doble movimiento, el de acercarse lo máximo de lo permitido para no perder detalles y, al mismo tiempo, aproximarse con cautela, en silencio, y con el sigilo del que espía una realidad que no le es propia. “¡Una lástima no poder sacar la foto!…”- escuché decir a uno de los visitantes.
Yendo un poco más allá, incluso se puede caer en la imposibilidad metafísica que plantea imaginar el accionar de cada uno de esos personajes ¿qué han hecho antes, qué harán después?
Mueck es un escultor metódico, obsesivo, y aunque el ejercicio que efectúa con los cuerpos es el opuesto a la autopsia, la creación del simulacro comparte los mismos fines: hace un examen anatómico-analítico minucioso. Consigue un estado de “realismo” de los cuerpos que logra encarnar en los que comparten su entorno: son de algún modo nuestros parientes lejanos.
El artista transita en los tiempos donde domina el paradigma contemporáneo, pero su proceder cumple con los designios del artista moderno. “EL artista moderno, por naturaleza y destino, es siempre un individualista”, definía Herbert Read en su paradigmática obra La escultura moderna; y sí, Mueck procede como un escultor “a la antigua”, y aunque plantea su trabajo lejos del vitalismo que anhelaba Henry Moore, a su pesar, lo logra.
Los personajes de Mueck se quedan en Buenos Aires hasta febrero; después partirán, otra vez, rumbo a Brasil.
Muchas cosas se han escrito ya y se seguirán escribiendo. Una opción (poco probable para mí) hubiera sido dejar la libreta en blanco y tomar la sugerencia del cineasta David Lynch con respecto a la muestra: “Las palabras la hacen demasiado específica”.
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