Texto ganador del Segundo Premio del Concurso SAUNA
por J.S. de Montfort
 
Raphael Montañez Ortiz . Gulliver and friends make music (2006) [video still]    
 


La belleza de la destrucción


Escribe Lou Andreas Salomé que “la vida no es un conjunto disperso de juicios” y que, por lo tanto, las personas –en su paso al mundo adulto- deben cancelar su adolescente discurso enredado, para buscar su impulso primigenio (e infantil); una sola “proposición principal [para] aferrarse a ella con firmeza hasta que revele su sentido” [1].
La destrucción de tales subordinaciones ocultaría además un “poderoso germen de belleza” [2]. Y es que la violencia se utiliza en este estado liminal como modo de forzar las convenciones. Así: hacerse adulto es matar la posibilidad de ser adolescente eternamente, pero sin (des)vincular la trascendencia de la vida adulta a la pureza individual (no individualista) de la infancia. Cuidar esa idea germinal del recuerdo hasta que nos dé su fruto. Esa es la virtud de la vida adulta. Para ello, obviamente, hay que proceder destruyendo todo lo otro (verbigracia: las veleidades del esteticismo juvenil).

La destrucción como proceso asimilado

Este mismo deseo de destrucción se vio en la ciudad de Buenos Aires con la exposición Arte destructivo (1961), donde se presentaron obras creadas tras el destrozo de objetos cotidianos (sillas, bañeras, paraguas) y gracias a las cuales se vinculaba lo humano con la infancia y, finalmente, con la muerte.
Kenneth Kemble, uno de los artistas expuestos, entendía que Arte destructivo tenía un propósito claro y que era el de “dejar varios caminos abiertos para futuras experiencias” [3]. El provincianismo con el que quería acabar Kemble era el mismo que podemos atribuir al adolescente confundido, enredado en sus prejuicios, para quien la destrucción no busca más que una (auto)afirmación espuria de un yo neo-romántico.
Nuestro mundo globalizado, en este sentido, no es tan diferente de aquel contra el que quería luchar Kemble, pues a pesar de la abundancia y el consumo exagerado, también nosotros nos hallamos en el territorio de la ruina (en términos de innovaciones estéticas). Y esto porque la destrucción se ha extendido hasta tal punto y se produce de un modo tan “regulado” que se ha convertido en un cliché.
A tal estado de cosas habría contribuido el convencimiento de aquellos que como Giorgi Agamben creen que “no es posible un discurso sobre la experiencia” [4] y, por lo tanto, todo lo creado habrá de sonarnos a deja-vú (dada su vindicación apropiacionista: de remix que se sabe intrascendente) ya que su creación procede de la cultura y no de la experiencia humana. Así, el arte ha ido deteriorándose paulatinamente, como dice el artista conceptual Luis Camnitzer, hasta convertirse “en una forma de producción en lugar de en un modo de dar forma al mundo” [5].
Aquí –justamente- es donde, en nuestra opinión, se hallaría la clave de todo: la destrucción, como quería Kemble, ya no sirve para el propósito de abrir nuevos caminos, de abandonar un arte aburguesado y timorato, sino que la destrucción se halla en la base misma de las prácticas artísticas actuales. Y aquí yace la verdad más terrible: debido al fomento estatal de tales prácticas, al haber sido el arte fagocitado por el mecenazgo público, la destrucción (sobreseída y perpetrada en un espacio “controlado”) se ha vuelto un tópico estético que sirve a las voluntades burguesas de sumisión y sometimiento al canon.

Raphael Montañez Ortiz y la integridad (in)voluntaria.

Decía en su manifiesto destructivista (1962) Raphael Montañez Ortiz que el artista tiene “la necesidad desesperada de conservar la integridad inconsciente” y que ello se consigue a través de un proceso expiatorio en el cual “con objetos simbólicos que busquen presupuestos simbólicos” se consigue crear un arte igualmente simbólico. Para acometer el sacrificio ritual, éste utilizó en innumerables ocasiones el recurso de sus escandalosos conciertos de destrucción de pianos en la escena del arte avant-garde del New York de la década de los 60.
En 2006, Montañez Ortiz juzgó oportuno repetir las destrucciones de pianos en la performance “Gulliver and Friends Make music” [7] que tuvo lugar en Jersey City Museum; entonces a Montañez le acompañaban Monique Ortiz-Arndt, Dave Estey y diez estudiantes de la universidad de New Jersey.
En la performance, las acciones se (re)producen con plena consciencia de los participantes (de manera grupal, usufructuadas, por así decir); performers que, para tratar de desviar la atención sobre este hecho, van disfrazados con trajes carnavalescos, de grotesco colorido, muestran mensajes escritos en cartulinas al público y, además, subordinan su actividad principal (el impulso vital de destruir) al desorden –no catártico sino caótico- del canto y del baile, mientras un Montañez Ortiz desganado levanta sin convencimiento su hacha flácida y, rutinariamente, sin demasiado ahínco, va rompiendo el piano con cuidado de que ninguna astilla salga despavorida contra un público protegido con cascos de obra, también de colores.
Así, los participantes en la performance no destruyen sino que rompen, no fingen el simulacro de un “como si” baudrillardiano, sino que van mucho más allá: representan de manera verdadera (pero convenida) el estrago –comunal- de ver cómo un dócil piano se va deshaciendo lentamente en pedazos sumisos. Es cierto que de esta manera se persigue igualmente el contenido simbólico que defendía Montañez Ortiz en su manifiesto, sólo que los símbolos con los que se trabaja no sirven para propulsar al arte a un estado nuevo más allá de la adolescencia, sino que coadyuvan a perpetrar indefinidamente ese estado adolescente, ya post-histórico y (post) postmodernista, con la consecuencia de que la alegoría sirve para refrendar la existencia del mismo yugo que antaño se pretendía destruir.
Por ello, no hay cuestionamiento ni subversión, sino que la destrucción –de una manera cínica- refuerza los cánones estéticos de aquel a quien en el pasado se trataba de destruir, dispuesto todo bellamente en un festejo ebrio de nostalgia; ésta sí inconsciente.





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J. S. de Montfort (Castellón, España, 1977) es Graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Escribe sobre arte y literatura en diferentes medios y forma parte del consejo editorial de la revista Hermano Cerdo.

www.jsdemontfort.com


 
     
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