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Al fondo de la sala, larga y estrecha casi como un pasillo, Manuelita Rosas y su outfit victoriano y federal cobran la centralidad y jerarquía que el relato histórico les dio y que –qué duda cabe- merecen largamente. Tanto como ícono del imaginario colectivo argentino, como por el peso de Prilidiano en la historia del arte local; Manuelita –o mejor, su representación en este cuadro- tiene status de emblema histórico y estético.
Allí ubicadas, ella y su matrix sociocultural desparraman todo su peso específico en el novedoso relato museológico del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA).
En la misma sala –larga y estrecha casi como un pasillo-, pero antes de llegar a Manuelita, uno de los artistas argentinos decimonónicos más contemporáneos: Cándido López y sus crónicas de guerra pintadas a posteriori, dan ya la idea preliminar de que el criterio aplicado en esta reformulación curatorial y espacial es promisorio. Al lado, en una sala pequeña pintada de verde cemento –que contrasta con el bastante obvio punzó de la sala presidida por Manuelita- el resultado de las búsquedas ya más conscientes orientadas a encontrar una “Escuela Nacional”, en el clima positivista finisecular que Della Valle, Schiaffino o De la Cárcova compartían con sus pares europeos. Y cuyas automatizadas similitudes o fallidas diferencias aprovechó el crítico Eugenio Auzón como acicate contra el creador de este mismo museo, llevándolo hasta la instancia del duelo, allá por 1891.
Lo cierto es que hay un impacto positivo en el nuevo planteo curatorial del MNBA, y esto se debe al alineamiento de la institución con los estándares más actuales de trabajo museístico, que cruzan a la vez que una investigación profunda, tanto hermenéutica como contextual, conceptos expositivos contemporáneos y una clara apertura al público a la vez que al ámbito académico. Hoy por hoy el MNBA presenta algunos enfoques muy interesantes y al mismo tiempo profundamente intelectuales que, sin embargo, resultan apreciables para el público en general.
Hasta aquí, bingo.
Sin embargo, el diagnóstico general arroja una situación esquizoide, ya que otros aspectos van por un carril casi opuesto. El malestar intestino de la institución, que enfrenta a empleados y directivos en una lucha sostenida corporizada en cartas abiertas, blogs con contenido de protesta y disconformidades e increpaciones de un lado y del otro, es perceptible de un modo sutil en el todo: algo no termina de cuajar, de tomar cuerpo y presencia, de definirse. Lejos de leyendas negras o rosadas hacia un lado o hacia el otro, o de lecturas unívocas, se perciben ciertos baches muy elocuentes. Celos profesionales entre el personal calificado del museo y los colaboradores externos, problemas salariales, luchas egóticas de poder y susceptibilidades personales redundan en una banalización del trabajo, y así la cultura, la historia y el arte que nos dan entidad como comunidad, quedan en segundo plano ante una perspectiva liliputiense de las cosas.
Algunos ejemplos. Mientras se pone a punto el primer piso como espacio expositivo, se utiliza la segunda planta para exhibir arte argentino del siglo XX, que es un espacio destinado a oficinas, con techos bajos, puertas ventana que dan a la terraza de las esculturas y condiciones nada apropiadas para mostrar nada menos que a Berni, Deira o Kemble. Al lado, en una pequeña, muy pequeña sala contigua, mal iluminada y desjerarquizada por completo, encontramos a un primer Berni junto a Guttero, Pettorutti o Cúnsolo. Se entiende que la situación es de carácter transitorio hasta que se pueda ocupar el primer piso, y que predominó la decisión de no llevar a depósito a los artistas fundantes de nuestra modernidad y tenerlos expuestos… aunque fuera de la peor manera. Tal ligereza, de cara al visitante –y ni hablar de la impresión que se llevará el extranjero- contradice todo el acertado despliegue de trabajo científico de la primera planta. Se borra con el codo lo que se escribió con la mano. He aquí el weak side y la esquizofrenia mencionadas.
A la vez, hay otras incongruencias. El Pabellón destinado a muestras temporales –en el que hoy se presenta una temporaria planteada desde un recorte de la colección conformado por artistas italianos entre 1860 y 1945- es a las claras el espacio más calificado del museo, ya que tiene claridad natural no directa –la luz nunca da sobre las obras-, buena circulación de aire, dimensiones propicias para admirar las obras en perspectiva, etc. El Pabellón pertenece al edificio construido en los ´90 como extensión del museo, pero que terminó albergando a la confitería Módena y a la Asociación de Amigos.
También hay otros detalles importantes, como el excesivo calor de las salas que, en el caso de la sala Guerrico, se vuelve ya cosa seria (aunque el clima de sauna haya generado una familiaridad empática en el cronista). Y siguiendo con Guerrico, otro punto conflictivo es el de las salas con donaciones con cargo. En ésta, su abigarramiento de anticuario de Plaza Dorrego o El Rastro, es un gesto curatorial premeditado para jugar con el concepto de la cultura de bazar. Si no fuera por dos razones concretas, podría ser realmente una propuesta rica en asociaciones y en posibilitar un buen análisis del ideario estético burgués del siglo XIX. Pero el hecho de que el tipo de donación obligue a la institución a exhibir todo lo que conforma el acervo de esta colección (pinturas, bronces, chinerías, peinetones, abanicos) y, por otra parte, el que nada indique –un mini texto, una imagen alusiva, un título revelador- que se está jugando con esta intención; hacen pensar que aquí el criterio museológico se alineó con el de algún atestado y típico museo de pueblo.
Misma línea factual aunque con un resultado cien por ciento diferente ofrece la sala Hirsch, que contiene una colección de gran valor y con un marcado recorte estilístico e histórico –diametralmente opuesta en esto a la sala Guerrico- pero donde la museografía toda (colores, materiales, soportes, iluminación) y la poderosa refrigeración le dan un carácter celular que la despega por completo del resto de las salas y que disrrumpe el tipo de percepción que se traía hasta ahí. Predomina además un cierto aroma a nuevo rico, aunque los Hirsch claramente no lo sean.
Desconozco puntualmente como funciona hoy la legislación sobre donaciones (sí, horrorícense profesores que dedicaron horas a enseñármelo) pero se impone un cambio en este orden de cosas, o al menos un aggiornamiento, ya que la cultura y el patrimonio no son ni se piensan hoy como cincuenta años atrás.
Una omisión importante es la de la señalética, imprescindible para acceder al Pabellón de muestras temporales y al segundo piso. No hay nada que nos indique el camino hacia estas otras partes del museo en las que se vuelve necesaria esta ayuda para guiarnos. En la planta baja el recorrido mismo nos va llevando perfectamente a lo que vendrá, por lo cual no resulta necesaria.
No obstante estas cuestiones, imposibles de soslayar en un museo de la relevancia y del enorme potencial del MNBA, se llega a la salida teniendo la certeza de haber vivenciado una experiencia sensorial y cognitiva trascendente.
La colección es de una gran importancia tanto en cuanto al arte internacional como al argentino e, incluso, a las por el momento no expuestas piezas de arte prehispánico. Y también resulta elocuente como colección en sí, con todo el significado que se desprende de los criterios de selección aplicados por aquellos compradores de arte de entonces, ya fuera para el museo mismo o para la casa particular. Visto desde este ángulo, aún un Rubens o un Corot son de algún modo arte argentino.
Por lo demás, hay texturas, lisuras, admoniciones religiosas, orgías y bacanales, dioses y monstruos, vanidades y belleza como para detenerse horas y perderse en la contemplación lírica de la mirada autosuficiente de una madama de peluca empolvada, en el gesto imperial de un Cristo en temple con fondo de oro o en la estimulante desnudez del hermoso pibe de Barrias.
Muchos son los relatos curatoriales de las distintas salas que presentan una mirada distinta y un clima evocador y poderoso. El mejor ejemplo está en la sala dedicada al Barroco y al Manierismo. La oscuridad general, la luz hiper puntual sobre las obras y el mismo correlato entre ellas, generan una sensación tan fuerte de cohesión con lo que se está viendo, que uno siente posible aprehender el núcleo mismo de aquel momento histórico y sus pulsiones vitales, intelectuales y estéticas. Si se me permite el lugar común: sus luces y sombras.
Casi como las del mismísimo Museo Nacional de Bellas Artes.
El Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) puede visitarse en Av. Del Libertador 1473, Capital Federal, Buenos Aires, en el horario de martes a viernes de 12.30 a 20.30 hs. Sábados y Domingosde 9.30 a 20.30 hs. Lunes cerrado. Entrada Gratuita
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