La curaduría como práctica experimental. Caso II
por Jimena Ferreiro
 
De la serie Broken thingsGaleria Patricia Ready    
 

Una nueva edición de Sauna y un nuevo caso de estudio para sumar al Dossier de curadores; un proyecto en proceso que lanzamos con el artículo dedicado a Harald Szeemann(1), cuya finalidad es ampliar las referencias históricas en el campo de la curaduría asumiendo que su análisis nos habilita a ensayar nuevas formas para pensar y redefinir las prácticas contemporáneas que escapen a las fórmulas ligeras y a los títulos sensacionalistas que se invocan cada vez que se postula al “curador como estrella”.  
Proponemos, en cambio, una genealogía que recorra algunos episodios que funcionaron como puntos de inflexión, que abrieron debates y que nos permiten comprender desde el presente algunos de los desplazamientos que posibilitaron el emergente de la figura que hoy llamamos “curador independiente”.
Estos desplazamientos han implicado una relación tensa con otras prácticas disciplinares como la historia del arte, la museología y la crítica; y en este sentido, los casos que nos interesa abordar en este dossier han contribuido a quebrar la lógica tradicional posibilitando que la curaduría se reformule como una práctica autónoma, a la vez que híbrida, y en permanente flotación entre el umbral de la profesionalización y la desprofesionalización.
Las reflexiones de Cuauhtémoc Medina incluidas en su artículo “Sobre la curaduría en la periferia” (2008) nos ayudan a comprender en parte este proceso, allí postula que:
“(…) a lo largo de los años 70 y 80, en los centros artísticos, los curadores independientes tuvieron a su cargo romper la lógica de los intereses internos de los museos e instituciones culturales. Ese proceso vino a radicalizarse a medida que toda una gama de no profesionales se fueron haciendo presentes como “curadores”: artistas, críticos, historiadores, filósofos, reformadores sociales, etc. Traer a alguien a curar una muestra o bienal ha sido un método por el cual se propicia una cierta autonomía, que impide que el programa artístico sea la transcripción de los intereses y gustos de patrones, artistas y burócratas, para apostar a generar un interés público incluso contra el interés aparente del público mismo.”(2)
Más próxima al ensayo, la curaduría se afirma como un tipo particular de escritura con una doble inscripción: al mismo tiempo que se despliega en el espacio, se asume como una intervención crítica en la trama de la historia del arte posibilitando la emergencia de otros relatos.
Pensemos, entonces, la curaduría como una práctica indisciplinada cuya radicalidad se potencia en la medida que nos alejamos de los modelos productivistas, más cercanos a la lógica de la gestión cultural y el espectáculo. Postulemos, en cambio, una práctica desafiante que asuma riesgos, proponga hipótesis irreverentes y problematice el dispositivo exposición.
Sin respetar un criterio estrictamente cronológico, iremos presentando en los sucesivos números diferentes casos que articulan y despliegan diferentes estrategias curatoriales. Con este criterio presentamos para esta edición el proyecto de Sheila Leirner (San Pablo, 1948) curadora de la 18ª Bienal Internacional de San Pablo celebrada en 1985.

Sheila Leirner estudió cine, sociología y urbanismo en París, ciudad en la que actualmente reside y que la condecoró con el título de Caballero de la Orden de las Artes y Letras del gobierno francés. Como crítica de arte ha colaborado con los periódicos O Estado de S. Paulo y Folha de S. Paulo y en numerosas publicaciones especializadas como D'Ars, Beaux-Arts Magazine, Europe Magazine Littéraire, DNA, Ars, Revista da USP, Cadernos de Literatura Brasileira, entre otros.
Leirner asumió la curaduría general de la 18ª Bienal Internacional de San Pablo sucediendo a Walter Zanini (director del Museu de Arte Contemporânea da Universidade de São Paulo entre 1963 e 1978), quien fue el responsable de las ediciones de 1981 y 1983. La bienal inauguró el 4 de octubre y pudo visitarse hasta el 15 de diciembre de 1985. Participaron 498 artistas de 46 países y estuvo organizada en áreas arquitectónicas diferenciadas: un núcleo Histórico, un núcleo Contemporáneo y un sector que se conoció como la Gran tela. Así lo describe Viviana Usubiaga en el capítulo que le dedica al tema en su libro Imágenes inestables. Artes visuales, dictadura y democracia en Buenos Aires (2012)(3). Allí subraya la “visión universalista” de la curadora bajo la consigna “El hombre y la vida” que se proponía como superadora de las fronteras de tiempo y espacio, un enunciado que revela su convicción sobre la existencia de una absoluta sincronía en la producción artística internacional.   
Su propuesta trajo consigo una gran polémica que debe ser puesta en contexto en relación a los discursos sobre el “retorno a la pintura” que se impusieron como tendencia internacional a lo largo de toda la década. La revitalización de la pintura había sido abordada por la Bienal de Venecia que abrió la década y dos años después ocupó un lugar central en la Documenta de Kassel (1982).
Viviana Usubiaga analiza en detalle las estrategias de redefinición y reposicionamiento del arte latinoamericano que se pusieron en juego “en los albores de la globalización” y las inflexiones locales que asumió el arte argentino frente a la tendencia internacional del momento. Las tensiones entre lo local, lo regional y lo internacional recorren todo el periodo, y ocuparon gran parte del debate que despertó la bienal.
Sin embargo en este artículo nos interesa analizar el dispositivo que Leirner diseñó para el espacio la Gran tela como un gesto radical que propuso una museografía donde las divisiones geográficas y estilísticas se disolvían en una gran puesta teatral –“la pintura como un gran teatro”, en palabras de Giorgio Agamben(4)– donde la producción individual se fusionaba en una gran obra colectiva. En palabras de la curadora, la Gran tela era un “espaço perturbador, uma zona de turbulência, análoga áquela que encontramos na arte contemporánea”(5).
A lo largo del segundo piso del Pabellón Ciccillo Matarazzo ubicado en el Parque do Ibirapuera se construyeron tres largos corredores de 100 metros de extensión y 6 metros de ancho diseñado por el arquitecto Haron Cohen donde se ubicaron en una secuencia lineal pinturas de gran formato. La idea inicial(6) proponía organizar una secuencia consecutiva de grandes telas sin distinción entre nacionalidad, estilo y autoría, y de este modo afirmar una visión anti-histórica.

Una gran instalación donde la pintura perdía su condición aurática (el gesto personal, la autoría, la firma, la singularidad, la unicidad, la nobleza, la tradición) y devenía en pura imagen. El montaje parecía replicar un gran archivo híbrido, ecléctico y anárquico muy en sintonía con la metáfora posmoderna que se extendía como moda intelectual por aquellos años; a la vez que presagiaba la convivencia promiscua y los usos de las imágenes en la interface de la web.
Tiempo después, la curadora argumentaría que la osadía de su propuesta advertía sobre el efecto homogeneizador de los discursos sobre la globalización y la transformación de la comunicación internet mediante.
Probablemente la vocación de puesta en diálogo de las obras entre sí sin otras mediaciones que su propia materialidad, en una lógica muy cercana al visibilismo(7), se vio traicionada por las tradiciones artísticas que condicionaban la percepción de estas imágenes. Viviana Usubiaga reflexiona al respecto:
“Si bien la curadora había procurado deshacerse de los nichos nacionales [un propósito que se concretaría dos décadas después], su proyecto ecuménico de las artes visuales dentro de la cultura posmoderna sucumbía en su factibilidad. Por un lado, la hegemonía de las “patrias” de los referentes latentes de la transvanguardia italiana, el neoexpresionismo alemás y la nueva imagen norteamericana continuaba operando con innegable poder en el sistema del arte.”(8)
Sin embargo, a la distancia y lejos del influjo del internacionalismo de la pintura de los años 80, podemos reconocer en la Gran tela una espacialidad y un principio de ordenamiento con aire warburiano que resuena en los dispositivos contemporáneos que reúnen (y archivan) el devenir de las imágenes.
La historia de las imágenes no puede tener otra forma más que la de un Atlas desquiciado.





(1) Ver “Harald Szeemann: la historia del arte en primera persona” http://www.revistasauna.com.ar/03_29/10.html
(2) Medina, Cuauhtémoc; “Sobre la curaduría en la periferia”. En Laberinto, España, 2008.
(3) Usubiaga, Viviana; Imágenes inestables. Artes visuales, dictadura y democracia en Buenos Aires. Buenos Aires, Edhasa, 2012, cap. 5.
(4) Giorgio Agamben, El hombre sin contenido. Madrid, Editora Nacional, 2002, cap. 4.
(5) Usubiaga, Viviana; “Entre el regionalismo y el internacionalismo. Definiciones del Arte Latinoamericano en la Bienal Internacional de San Pablo de 1985”. 1st International Research Forum for Graduate Students and Emerging Scholars, University of Texas, Austin, 2009.
(6) Hago la distinción entre la propuesta original y la puesta final, porque finalmente el envío de artistas argentinos curado por Jorge Glusberg se colgó todo junto y al final del trayecto. Véase Viviana Usubiaga ob.cit.
(7) “Creo que el Visibilismo puro, que fue tan importante para descubrir la autonomía que tenían las imágenes con respecto a los textos, y para tomar a las imágenes dentro de su propio horizonte, su propio mundo y no como meras ilustraciones de algo que decían los documentos escritos, no hubiera sido posible de no haber existido esa herramienta aparentemente tan trivial que consiste en disponer de fotos, en una cantidad antes impensable.”.  En: “Burucúa,  José Emilio; “Arte, historia, expresiones populares”.  Figuraciones, Buenos Aires, n° 1 / 2, dic.2003.
(8) Usubiaga, Viviana, ob.cit.




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Jimena Ferreiro Curadora independiente y docente. Egresada de la Facultad de Bellas Artes (UNLP) y especializada en Crítica de arte (IUNA). Actualmente cursa la Maestría en Curaduría (UNTREF). Trabajó en el Centro Cultural Recoleta como productora de exposiciones y asistente de curaduría. Fue coordinadora de proyectos del Museo Provincial de Bellas Artes “Emilio Pettoruti” de La Plata. Asistente curatorial y de investigación en la 7ª Bienal do Mercosul “Grito e Escuta” (Porto Alegre, 2009). En 2010 trabajó en la exhibición retrospectiva de Marta Minujín en Malba y colaboró en la investigación y producción de la exhibición Sistemas, acciones y procesos 1965-1975 en la Fundación Proa en 2011, curada por Rodrigo Alonso. Es docente en la Facultad de Artes (UMSA) y la Facultad de Bellas Artes (UNLP).

 
 
     
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