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Ticio es un orador formidable, su discurso avanza y algo se activa, poniendo luz sobre aquello que enfoca. Son experiencias particulares asistir a sus conferencias o conversar con él. En esta charla abordamos una serie de cuestiones sobre las que desliza sus ideas revulsivas y estimulantes.
¿Cómo es este momento tuyo? Terminada la etapa en el ministerio, ¿a qué estás dedicado?
Volví en cierto sentido al momento anterior. Aunque uno no puede retornar al momento exacto del que partió, es un lugar bastante equivalente. Estoy escribiendo, haciendo algunos trabajos de edición, viajo bastante a dar conferencias y estoy como director del Museo del Barro y presidente de la Fundación Carlos Colombino.
A la vez es un momento bastante tranquilo. Tengo, después de tanta acción pública, posibilidades de leer, de escribir y estoy produciendo.
El Museo del Barro lleva una trayectoria crucero fructífera. ¿Se renuevan sus desafíos y objetivos?
La ventaja de trabajar en condiciones de contingencia es que siempre las coyunturas van llevando a replantear el rumbo, virando al museo hacia otro lado. La figura del director evidentemente influye; seguramente conmigo el museo tiende a conectarse más con situaciones de debate, de teoría. Obviamente hay también funciones de proteger, de preservar, que son las propias del museo y conforman sus funciones nucleares, pero a partir de ellas siempre se abren otras posibilidades, se enfatiza más una situación sobre otra, que en mi caso es la parte que tiene que ver con cursos, publicaciones, espacios de difusión, incluso con la política de contacto con las comunidades indígenas. Por ahí va el énfasis, pero en realidad aunque Osvaldo Salerno tiene un sentido muy firme en cuanto a estructura de museo, o Lía Colombino dentro de lo suyo, estamos tratando de recuperarnos del desequilibrio que nos causó la partida de Carlos Colombino, que es una pérdida muy grande para Paraguay y para el mundo. Antes los cuatro hacíamos un trabajo de compensaciones y la ingeniería de los proyectos se desajustó mucho.
Además, tras el golpe de estado las políticas culturales de Paraguay fueron horribles y sometidas a una persecución. Tuvo que venir este nuevo gobierno para que se diese la recuperación de un espacio e incluso el replanteamiento de un trabajo conjunto.
¿Llegaste a encontrar placer en el trabajo de ministro o solo disfrutabas los resultados? Debe ser complicado para una persona del pensamiento ajustarse a una agenda de funcionario político.
Mirá, yo disfruté más del proceso que de los resultados, debido al tema del golpe. Este ocurrió justamente en el tiempo de cosecha, en lo que era el último año. La parte más dura de trabajo había terminado y era el momento de las inauguraciones, los moños y las publicaciones. De ir cerrando los trabajos. Y ahí fue que se cortó sin una transición. Pero yo disfruté mucho –asumiendo la locura, el vértigo de una administración, la burocracia, el protocolo, que por momentos todo eso es fastidioso-.
Vengo trabajando teoría en políticas culturales hace muchos años. Yo ya había sido director de cultura de Asunción, tenía antecedentes en ese ámbito aunque, claro, no es lo mismo encargarse de la cultura de la ciudad que del país.
Aparte, la otra gran línea de mi pensamiento barra trabajo, fue siempre lo vinculado al tema indígena. La función pública me permitió desarrollar una serie de proyectos y programas que tienen que ver con el apoyo y salvaguarda de sus espacios culturales. Siempre mi trabajo fue estar un poco de ambos lados. Del de la teoría, el pensamiento, la reflexión y por otro del de la militancia, el compromiso con la práctica, involucrarme en organizaciones. El mismo trabajo del Museo supone ese carácter bifronte. Pensar, organizar cosas, y también clavar paredes, barrer la sala y colocar epígrafes en los montajes. Y me gusta encargarme yo mismo de esas cosas.
Lo cierto es que fui ministro en un momento interesante. Con un gobierno de izquierda y todo el apoyo del presidente, transversalidad con los otros ministerios, se había creado una situación óptima, desafiante respecto a la historia política del país… no podía sostenerse por mucho tiempo. Igual actualmente hay aspectos de las políticas públicas de cultura que son muy interesantes, que se basan en cuestiones como participación pública, ciudadanía, diversidad -ya no solamente política de arte o patrimonio, como tradicionalmente se pensaba lo cultural-. Pero obviamente no es un fenómeno de Paraguay sino regional, algo que se fue dando en las últimas décadas y que marca bastante fuerte el pensamiento cultural en América Latina.
Más allá de las políticas económicas, ¿cuál sería una manera de trabajar locultural de manera fructífera, en relación a los grupos indígenas?
Soy un poco fatalista en eso. Creo que se debe y se puede hacer cosas, y de hecho sí se hacen. Pero la cuestión indígena descansa sobre una asimetría radical. Cualquier acción es siempre un parche para revertir situaciones históricas. Evidentemente la única salida es la autogestión; que sea el indígena el que pueda participar de instancias de decisión, de autodeterminación en cuanto a posibilidades de inserción en la sociedad nacional, junto a políticas fuertes en tierras y apoyo. En Paraguay hay grupos que todavía son silvícolas. Los ayoreo todavía no tienen contacto con la sociedad nacional y viven totalmente aislados. Proteger eso –ni mantenerlos aislados ni empujarlos a una situación traumática de desembocar en un espacio adverso- son cuestiones muy complicadas.
Recuerdo una vez que viajé a Paraguay y las visitas a los ayoreo eran desalentadas, se hablaba de un período de sensibilidad especial. Salvando distancias, lo asocié a aquello de los ingleses en Benin, cuando en 1897 desatendieron el pedido de no visitar el palacio del Oba durante determinados rituales; el hecho derivó en asesinatos y una gran tragedia. Claro, no deja de
ser fascinante como utopía de nuestra civilización que exista un grupo desconectado de la cultura global. Aunque implique asimetría.
Las políticas respecto a los indígenas fueron dejadas en manos de misioneros, que a toda costa los quieren evangelizar. Los jesuitas intentaron destruir toda la cultura indígena guaraní tradicional. Si quedaron cuestiones como el idioma, sucedió porque fueron espacios de negociación, o simplemente porque no pudieron erradicarlo. Pero el plan jesuítico es lo que hoy llamaríamos genocida, como el de todos los que misionaron desde entonces hasta hoy. La idea es que “los otros son ateos, salvajes, bárbaros, hay que redimirlos” –lo que supone llevarlos a la verdad del cristianismo, la condena de sus culturas originales y el desprecio de todo lo que sea tradición y de toda diferencia-. Ese es el modelo, crudamente, aunque desde luego hay instancias de mediación, nada es tan absoluto. En ese contexto, poblado por grupos fundamentalmente aislados, reconstruir un sistema participativo y un diálogo con el estado supone instancias de representación que los indígenas históricamente no desarrollaron, no porque su cultura sea inferior en cuanto a dispositivos políticos, sino simplemente porque no se les dejó nunca. Entonces uno como estado atraviesa un territorio indígena, y se está equivocando haga lo que haga. Pero no hacer nada es peor.
¿Cómo comenzó tu acercamiento personal al tema indígena?
Mi acceso fue bastante extraño, ocurrió desde el lado del arte. Me interesó porque veía imágenes que tenían una potencia increíble. Quise investigar los orígenes y a sus autores. Comencé a merodear a antropólogos como Susnik, Chase Sardi, Meliau, y a acercarme al tema desde otra óptica. Al tomar contacto con los pueblos indígenas uno no puede quedar libre de responsabilidad. Te enredas con sociedades en las que el arte forma parte de una apretada trama sociocultural, étnica, política, religiosa. No se puede diseccionar el flujo artístico y decir “lo que me interesa es el arte de ustedes”. Es imposible no solo por una cuestión ética sino por una fáctica: es imposible aislarlo. Eso me llevó a trabajar muy cerca de determinados mundos, sobre todo el de los ishir, con los que conviví 10 años haciendo trabajo de campo para sacar La maldición de Nemur, que es un estudio sobre el arte de ellos. A mí me ayuda mi posición de crítico. Hay una relación de diferencia, de asunción de esa diferencia, y de trabajo a partir de ella. Entonces yo comencé a mirar el arte indígena no como si fuese un insecto al que miramos con una lupa, sino sintiéndome interpelado por la fuerza de formas diferentes de arte que a mí me ayudaron –no sé si a entender, que suena muy petulante- pero sí a trabajar cuestiones del arte contemporáneo a las que creo que no podría haber llegado sin esa mediación.
Hablando de arte indígena –o tribal, como fue llamado mucho tiempo-, este hizo su aporte a la Modernidad influenciando a Picasso y compañía. Tras ese suceso, ¿qué hay respecto al vínculo entre ese arte y el contemporáneo? ¿Es el arte indígena una migaja ya deglutida por el sistema?
Me parece que toda la vida estuvieron completamente desvinculados. No creo que a Picasso le haya importado un bledo el arte africano, él simplemente tomó formas. De pronto encontró en un concepto polifocal del espacio o en la ruptura de la tercera dimensión soluciones geniales. Fueron respuestas al arte de Picasso, pero se inscribe dentro de una mirada colonial. Vos vas al Quai Branly en París y ves siglos y siglos de saqueos, y eso no es para nada considerar al arte indígena, sino simplemente apropiarte de formas o signos relucientes de belleza pertenecientes a otra cultura, y arrancarlas borrando escrupulosamente los rastros sangrientos. Desinfectarlas y ponerlas en vitrinas esterilizadas de todo rastro de historia y de conflicto. Para mí eso no es ningún encuentro en el sentido de diálogo o de una sinergia.
Me ubico en otro lugar donde no hay arte indígena y arte contemporáneo, sino que hablamos de una contemporaneidad que tiene una serie de manifestaciones, una de las cuales es el arte indígena. Que incluso puede encarar cuestiones que preocupan al arte contemporáneo desde otro lugar, pero sin que exista un debate. Existen participaciones tenues de indígenas en bienales, o hay artistas indígenas, pero son casos especiales que benefician a ambos sistemas en situaciones ad hoc. Pero bueno, seamos justos con el sistema del arte. Para que existiera un encuentro en este plano debería haberlo en otro –que no lo hay-. El de ellos es un mundo quebrado, expulsado, totalmente marginado.
Entonces hay muchas personas que usan imágenes del arte indígena y no tienen la más remota idea, no digo ya de qué significa, porque todo el mundo tiene derecho a apropiarse de lo que quiera en la cultura contemporánea, pero desconocen absolutamente quiénes lo hacen, porqué, para qué. No me preocupa, pero el tema es que eso no puede llamarse un cruce intercultural.
Yo creo que más bien los indígenas han tomado cosas de la cultura occidental, aparte de las impuestas, ha sucedido eso más que lo contrario. El problema es que muchas veces los códigos de base son más fuertes. Trabajar con signos indígenas destroza todo. Andá a domar esos signos feroces y ubicalos o aquietalos… no funciona muy bien. Puede ser en algún caso, siendo leídos como motivos naif o etno-moda. Esas son apropiaciones y se dan continuamente en el revoltijo imaginario de hoy, en el cual todas las imágenes forman partes de un tótum revolútum y una mezcla general a la que, reitero, no me refiero con un sentido condenatorio, sino que creo que es el paisaje imaginario que nos toca vivir.
Podría pensarse que el arte actual no está tratando los problemas que desvelaron a tantos, como la eternidad, sino que más bien incorpora lo pequeño, nimiedades, y celebra eso. ¿Es un signo de vaciamiento? ¿Cómo lo ves?
No creo que el arte contemporáneo haya abandonado la preocupación por el absoluto ni por el sentido trágico de la historia. Sigue siendo arte y sigue siendo romántico, un barroco trágico. Quizá lo que no intente es resolver esas cuestiones en un sentido moderno. La Modernidad, la utopía moderna, prometía una redención a través de la forma, de la imagen. Lo contemporáneo se achicó bastante, en un sentido de ser más azaroso, contingente, no basarse en fundamentos, visiones trascendentales o misiones redentoras. Pero yo no sé si perdió su vocación de infinito. Acordate que pasada la banalización de los años 90, y ya van como veinte años desde entonces, entró un movimiento muy fuerte de repolitización incluso en el concepto de lo sublime, que volvió a ganar una fuerza enorme dentro del arte contemporáneo. El concepto kantiano de lo sublime supone una desmesura y una posibilidad, no de trascendencia en el sentido idealista del término, sino en el de enfrentar a la contingencia humana a su desamparo, a la infinitud. Creo que el arte está comprometido con eso; al menos lo que nosotros llamamos arte, que comenzó en un momento determinado, y lo que se sigue llamando así. Porque una salida hubiese sido decir que, bueno, ante cambios tan grandes y la famosa muerte del arte, no existe nada más. Pero sigue habiendo cada vez más bienales, museos, exposiciones, libros de arte, etc. Algo continúa. Quizá el arte esté llenando una serie de espacios de desencanto, de lo que deja el apagamiento de las grandes religiones, las ideologías, el sentido de la razón, la pérdida de totalidad. Y pese a que se ha perdido en gran parte, queda todavía una cierta reserva de sentido, de encantamiento.
¿Y el arte de compromiso político? Soy de la idea de que hay un arte dedicado a ilustrar ideas premasticadas. Que no aporta al pensamiento político, sino que más bien afirma las ideas más convencionales; algo que vemos en muchas bienales, una bajada en imágenes de la corrección política contemporánea. ¿Compartís algo de esta idea?
Yo no creo que haya un arte político. Creo que existe una dimensión del arte y una dimensión política, que el arte tiene su propia politicidad –y en ese sentido me acerco al pensamiento de Rancière- que obviamente no pasa por afirmar cuestiones ejemplares, transformar el mundo, ni concientizar o volver más buena a la gente, ni echar tiranos ni nada por el estilo. No son esas las funciones del arte. El arte se cruza con lo político en el momento del disenso. Plantea un momento perturbador, de desarreglo de las categorías establecidas. Adquiere su propia dimensión de politicidad desde el momento en que está socavando o perturbando la sensibilidad contemporánea.
Pero, por dar un ejemplo cualquiera, ¿creés que perturba una sensibilidad contemporánea una muestra que habla en contra de la violencia doméstica? Es algo que todos sabemos que está mal y es horrible. Entonces, que se reúna a varios artistas a desarrollar ejemplos u obras sobre el tema, no hace más que ilustrar una idea y no hay lugar para pensar nada. Son temas ya juzgados por la época y sospecho que, más que desarrollos interesantes, se produce un anquilosamiento de la sensibilidad.
Estoy totalmente de acuerdo contigo. Lo que sucede es que, como te decía antes, no creo para nada que el arte tenga una función de ilustrar o redimir, como el teatro francés del siglo 18 que pretendía moralizar las costumbres mediante la buena educación. Al plantearse una exposición de arte en contra de la violencia, debería abordarse desde otro lado. No creo que aporte nada un arte que se ponga a ilustrar. El que tiene una posición, ya la tiene. Y un señor que le da porrazos a la esposa no va a cambiar porque se le muestre una obra de ese tipo. No pasa por ahí. Quizá sí cuando la obra tenga la suficiente ironía o distanciamiento del tema para provocar otras percepciones, pero no creo que eso se traduzca en un resultado concreto.
Hay una contradicción que es intrínseca del arte: el arte siempre llega a un momento en el que desmiente lo que está diciendo. A diferencia de la publicidad o la propaganda política, el arte llega a un momento de autorreflexión negativa y escupe en el plato. Se discute a sí mismo y entra en una mutación que es inevitablemente suicida. Plantea: no creas lo que estoy diciendo. Y algo que apunta a la certidumbre, a la convicción, no tiene que ver con el arte, que es insidioso y está sembrando dudas. Pone en cuestión a su propio objeto constantemente. Llegado un momento te hace decir “bueno, esta causa tendríamos que mirarla desde otro punto de vista, qué pasaría, cómo sería…”. Es peligroso. Porque suelta el otro lado o tiende a traicionar sus propias enunciaciones. Eso diferencia al arte de la publicidad. La publicidad no puede decir “esto es una porquería”. Puede coquetear con los sentidos del objeto, o mostrar supuestos inconvenientes o situaciones complejas, si es una publicidad más sofisticada o sutil. Pero no puede decir “es una porquería”, como en cambio puede hacerlo el arte en un momento determinado. Que trata de negar o encontrar el propio límite. De tirar por arriba de la ventana una representación y tirarse al vacío.
Y si el arte señala su propio límite, como decís, ¿qué le queda a la crítica artística? ¿Sigue teniendo una función y puede delimitar territorios o quedó obsoleta tras la Modernidad?
La crítica se ha afirmado bastante en un terreno que no es la teoría de la estética o una filosofía del arte, sino un pensamiento analítico acerca de aquello que está ocurriendo, cuyos límites con la práctica no son muy claros. La curaduría misma, en cierto sentido una puesta en acción de la crítica, encara precisamente esa función de límite.
Creo que no existe una crítica incontaminada, separada como corpus epistémico propio, sino que hay una continua contaminación entre lo que es crítica… Evidentemente no existe más esa crítica normativa que dice qué es bueno y qué es malo. Ese modelo de crítica, para mal o para bien –para bien, según los tiempos que vivimos- ya no existe; aquello del artista esperando el diario del domingo a ver si el crítico dijo que su muestra es buena o mala.
Pero existe para el cine. O para la música. ¿Porqué las artes visuales tendrían hoy otro canon al respecto?
Existe en consideración al entretenimiento, a lo social, al espectáculo. No creo que se puedan emitir juicios como crítica. Hoy la crítica está basada mucho más en la idea de crisis o de criterios de análisis de una obra. Es muy difícil decir si una obra o una curaduría es buena o mala, sino que hay que ver si en un contexto determinado pueden ayudar a plantear una resignificación, una relectura de la historia, una interpretación de algo determinado.
Y es también evidente –y aquí me estoy contradiciendo un poco, o al menos atenuando lo que digo- que para que una obra llegue a tener significancia en términos coyunturales o históricos, debe poseer potencial. No ser anodina.
Decías que estás dedicado a la lectura esta época. ¿Qué leés por placer? ¿Qué libros te rondan?
Bueno, me cuesta mucho distinguir entre lo que leo sin caer en un maniqueísmo que yo mismo criticaría, que sería decir que leo teoría por análisis y estudio, y que lo que me da placer, casi en un sentido kantiano –inútil- es la literatura. Yo leo mucha literatura. En forma recurrente a ciertos autores a los que ya he trabajado y a los que regreso desde otra óptica. Estoy visitando mucho Bolaño, mucho Saer. Pero también la literatura le presta al oficio de escribir una perspectiva que no puede darte la pura teoría, creo que para el teórico y el crítico la literatura es fundamental. No solamente porque hay límites borrosos entre lo que es literatura y pensamiento analítico, sino porque la literatura moviliza el lenguaje. Y al ser arte, la literatura también entra en ese juego un poco insidioso y negador que hace tambalear continuamente las certezas y dudar de lo que afirma. Genera un pensamiento al que no sé si llamar cauto, porque es arriesgado también, pero te obliga a poner en vacilación o llevar a lo indecidible, diría Derrida, las verdades que uno piensa que son grandes verdades. Yo en teoría leo mucho en función de lo que estoy estudiando. Ahora estoy trabajando en la obra de Osvaldo Salerno, escribo un libro sobre su obra que me lleva mucho a Heidegger, por ejemplo. Deriva en un paseo general por el estructuralismo francés, inevitable porque está todo el tiempo un tipo nuevo como Rancière, con quien yo personalmente me peleo mucho, pero es justamente el pensamiento más instigante. O Didi-Huberman y Agamben, que son pensadores estimulantes y se salen un poco del molde, por momentos rozan lo literario. Salen del marco puramente teórico y hacen vacilar también la crítica en un lugar estrictamente analítico para llevar eso a la acción.
Hubo también un movimiento de cine en Paraguay últimamente. ¿No? Pude ver 7 cajas y me quedó la sensación de que están pasando cosas ahí.
Están pasando cosas. Comenzó a aparecer un movimiento –no sé si llamarlo movimiento, a no ser que al referirse uno a movimiento esté hablando de la coincidencia de gente que está en lo mismo-. Con el golpe se interrumpió bastante, pero se reinició. Es cine hecho con pocos medios, con una película que a mí me encantó como 7 cajas en un extremo, y en otro Hamaca paraguaya, de Paz Encina, que es una obra completamente diferente, intensa y para públicos pequeños, que trabaja mucho el silencio. Algo fundamental en casi todo el nuevo cine paraguayo es la presencia de la lengua guaraní. O el jopará, que es un tercer idioma, mezcla del guaraní y el castellano.
También se está dando otra cosa interesante, que es la posibilidad de trabajo con algunos indígenas que están haciendo cine. No lo hacen autónomamente, sino que algunos autores, en vez de ponerles a los indígenas la cámara y decirles que cuenten sobre sus mitos y rituales, se dan cuenta de otra posibilidad. Como en el caso de Tamara Migelson, por ejemplo, que comenzó a trabajar con el pueblo aché. Y de pronto las películas incluyen el desvarío, la ficción, el ensueño, el relato, la imaginación, y hacen vacilar la oposición supuestamente tajante entre un cine documental y un cine de ficción.
Uh, ya quiero ver eso.
Respecto al guaraní, para mí es un elemento de seducción enorme. Me encanta aunque no entiendo nada, y lo siento una puerta de entrada y a la vez un pliegue por el que la cultura guaranítico-paraguaya se cierra sobre sí misma.
Por eso es seductor, porque se retrae.
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