De cruces entre publicidad, arte y política
por Facundo Abalo
 
 
 


La caída del muro anunció con estruendo las tantas otras caídas. Todos asistieron de gala a la celebración del fragmento. Levantaron los pedazos. O peor, los compraron como souvenirs en los kioscos de revistas. 
Fue el momento en que todos los deformes, los no blancos, los no heterosexuales, los no machos,  que habían salido de la cocina de la historia, eran abrazados por el afiche de Bennetton y colocados como una postal del fetichismo de la diversidad. Fue la época del United Colors, así en la lengua del que coloniza, y todos tuvieron un lugar en la góndola. Unidos ya no por una bandera, ni por un territorio, ni mucho menos por una ideología. Unidos por un par de jeans.
El mundo académico minó sus agendas del poder de los sujetos culturales (porque no ya no podían ser sujetos políticos). Sujetos que inventaban lo cotidiano, sujetos con capacidad de agencia, sujetos que construían el mundo en la medida que interactuaban con el. La R de resistencia se había reemplazado por una r minúscula hasta hacerse casi invisible. La resistencia del control remoto.
Cuando la metáfora de la desterritorialización paso a nombrar el no lugar, fue el reino del mercado, que colonizó el espacio social y fundó lazos que tendían únicamente a la reproducción del capital. Unos lazos anudados a partir de la lógica de los objetos.
El mercado es pulpo que lo banaliza todo. En estos años avanzó sin tregua absorbiendo lo que se topó a su paso. Cuando, después de la caída de las Torres, fue imposible seguir barriendo los conflictos sociales bajo la alfombra, el mercado encontró un modo de licuarlos y volverlos productos de consumo. La publicidad fue entonces la encargada de tomar narrativas del arte y estetizar aquello que de otro modo hubiese sido indigesto. Estetizar los conflictos sociales fue un modo de volverlos digeribles. Borrar la tensión. Hacerla un canapé.
Dolce & Gabbana construyó una escena de violación para una de sus campañas. Banalizó la violencia de género convirtiéndola  en algo lindo de ser contemplado. En el piso una mujer se resiste (no tanto) al abuso de cuatro hombres musculosos y aceitados.  Cuatro violadores que después de todo no se ven nada mal. Todos, victima y victimarios, vestidos por la marca.
Prada toma la estética de las personas en situación de calle. Tira una modelo en la vereda y la cubre con bolsas de la empresa. La idea sería después tomada por la marca Homless, con casas en Londres, Berlin y New York y una colección que llamaron Homeless Chic (vagabundo canchero) donde se muestra en la pasarela a modelos con colchones enrollados y carritos con cartones. De más está decir que el valor de la ropa está lejos de las monedas que puede juntar cualquier cartonero en una noche de suerte.
Por último, la campaña de Versace con razias policiales en manifestaciones callejeras. Las manifestantes, todas mujeres, son apresadas y puestas contra los capots de los autos. Amenazadas con armas y bastones. Todas están impecablemente vestidas por la marca, en una imagen que hasta dan ganas de encuadrarla y colgar en el living.
Nada de todo esto hubiese sido posible sin el adelgazamiento de la política y la languidez en la pregunta por el poder. El mercado secuestró algunos procedimientos del arte y los hizo jugar a su favor.
Pero, a pesar de que la publicidad se camufló de otra cosa, no logró toda la penetración que quiso dentro del campo artístico. Y esto fue porque no renunció (no podría haberlo hecho) a su compulsión a seguir vendiendo zapatos. La publicidad no es arte. No puede serlo. Si tomamos aquella máxima heideggeriana de que lo que define al arte es esa posibilidad de abrir nuevos mundos, la publicidad es precisamente todo lo contrario. Clausura. Obtura. Refuerza el mundo existente. Un mundo para unos pocos.
Por supuesto que el arte también se valió de los conflictos sociales. Pero no para triturarlos y vender confeti, si no para denunciar que el mundo seguía siendo desigual e injusto.
La serie que arman “Manifestación”, “Chacareros” y “Desocupados” de Berni muestra el desgarro de la crisis del 30. En un cartel a lo lejos se lee “Pan y trabajo”, como una consigna política que claramente trasciende la arpillera. El mismo Berni pintó también “La gran tentación”, donde mostraba a una mujer de afiche publicitario sosteniendo un puñado de monedas. Como contrapunto a esta imagen de confort y felicidad, oponían la realidad de la clase obrera.
A principios de los 90 Liliana Maresca entregaba su cuerpo para cuestionar al poder político y al poder mediático. En “Imagen pública. Altas esferas” posó desnuda sobre un fondo de fotos de Massera, Sofovich y María Julia Alsogaray. La impugnación al menemismo y su impúdica mostración del vaciamiento. En “Maresca se entrega a todo destino”, la artista se ofreció como producto a ser consumido junto con el numero de teléfono de su casa. Acompañaba al cartel la leyenda “disponible”,  generando una critica corrosiva a un mercado que no reconocía limites y ponía al cuerpo como mercancía.
Por su parte, ya en el 60 un joven Roberto Jacoby proponía un afiche que pedía no ser colgado. Su “Anti Afiche” exhibía una imagen del Che Guevara con la frase “Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared”, anticipándose a la reproducción seriada de esa imagen que terminaría convertida en almohadones en los locales de moda de Palermo Soho. En Jacoby aparece una respuesta al liberalismo de mercado y la vanguardia como una posición política. Esto se pudo ver en las innumerables acciones colectivas que impulsó, que van desde las famosas remeras “Yo tengo SIDA”, pasando por el proyecto Venus, hasta llegar a su participación en la Bienal de San Pablo en 2010, donde enfrentó los rostros de Dilma Rousseff  y José Serra, su contrincante socialdemócrata. La acción, llamada “Brigada Internacional Argentina de Apoyo a Dilma Rousseff”, fue censurada por la autoridades de la Bienal y las palabras Dilma y PT (Partido de los trabajadores) fueron tapadas con papel de embalaje.
En estos casos puede verse el movimiento inverso al de la publicidad. La politización de lo cotidiano. Un arte que discute las reglas del mundo, que impugna el orden existente. Hunde sus raíces en los conflictos sociales, pero para denunciar la pobreza, la exclusión y el poder. No piensa que la historia ha muerto, como anunciaban los fetiches post, si no que la historia está más viva que nunca, reclamando ser transformada. Un arte que propone más y mejores mundos posibles. Por eso el arte no es publicidad. Y la publicidad nunca, por mas que intente, será arte.


 



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Facundo Abalo. Licenciado en Comunicación Social, con una Maestría en Artes y Doctorado.
Docente e investigador (UNLP/UBA). Publicó el libro “Arte y Liminalidad”, además de artículos en revistas culturales, diarios nacionales y publicaciones académicas sobre el cruce entre Arte y Comunicación. Es Director de Posgrado de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP) y Secretario Académico de la Carrera de Posgrado en Periodismo Cultural.

 

     
 
     
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