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La gente despierta -en esta soporífera Buenos Aires subtropical- espera con entusiasmo cada cita de los Rosa Chancho. Hacer contacto con esa nube de ideas en acción, es siempre, en cualquier momento, una experiencia vertiginosa, renovadora, como un baldazo de papel picado en la cara. Salvando las distancias con la Francia de Nicolás Bourriaud, el colectivo porteño viene a encarnar el espíritu ubicuo del artista relacional en su versión año-cero-fin-del-mundo. El modelo entrelaza obra y gestión para ir formando un tejido de conexiones materiales y simbólicas que nunca terminan de definirse.
Las primeras noticias llegaron en 2006, cuando el boca-boca daba cuentas de un lugar en avenida Dorrego donde un grupo de artistas veinteañeros había montado una galería palimpsesto que merecía conocerse. El proyecto Ventana, como se lo llamó, puede ser entendido como un juego de rol en el que los artistas participantes, cada uno a su tiempo y según su categoría funcional, interviene, primero el exterior, luego el interior del local, tomando el trabajo anterior como base para el suyo. La parafernalia producida por este sistema resultó en sus respectivas instancias tan atractiva y radical como el modelo de comunidad que estos chicos estaban motorizando. El proceso, además, estaba animado por una consciencia económica y un humor optimista que con el tiempo se convirtió en su marca de estilo.
La “retrospectiva” en la galería Appetite -2008- fue otra muestra singular. De retrospectiva nada. Como es lógico, la primera muestra individual del colectivo miraba hacia adelante y dejaba en claro –ya en el truco del título- que la operación fundamental de los R.Ch. era plantear formalmente un sentido de lectura para que luego la situación de exposición revelase otro.
El recorrido laberíntico e interactivo presentó momentos exquisitos como el piano que tocaba solo, o los cinco autorretratos licántropos -con pelo real brotado del bastidor y mirillas en los ojos. Y presentó también momentos de arrebato que exigían una reacción enérgica, como el callejón sin salida que invitaba, a quien quisiera seguir adelante, a descender por un túnel subterráneo cavado en medio de la galería. No había límites físicos para estos ilusionistas capaces de romper baldosas y cavar como presidiarios para terminar en una fiesta dominada por tres pelotas televisivas que alentaban: TE NE FE.
A diferencia de las células contraculturales del siglo XX que se refugiaron en el underground para probar modelos con los que pretendían conquistar el mundo, los Rosa Chancho conforman un organismo autónomo que lejos de querer cambiar nada, asume las cosas como son y se limita a habitar y transitar, no el gran mundo, si no ese mundo más pequeño que son ellos y sus seis grados de separación del resto infinito y en constante parpadeo.
El arquetipo de la caverna encaja de maravillas en la cosmovisión de los omnívoros porcinos. Del hombre de Neandertal a Platón y del eremita cristiano al filósofo anticristiano de la era moderna, la gruta es símbolo del mundo dentro del mundo, guarida de las fuerzas primitivas, frontera abismal a donde se va a morir y de donde surge también el hombre nuevo. A mitad de camino entre el laberinto y el desierto, es el pasaje metafísico que nos conduce vaya uno a saber dónde.
La imagen de la cueva se materializó a principios de este año en el taller que los R.Ch. tienen en la beca Kuitca, con sede en la Universidad Di Tella. Allí construyeron con malla metálica y arcilla una caverna de 22 metros cúbicos que permaneció durante diez meses. Durante ese lapso la “escultura” sirvió de espacio ritual para experimentos estéticos, encuentros, charlas y conciertos de los que participó su círculo inmediato y otros bien informados que lo hicieron vía webcam.
La investigación enlazó fuentes diversas como el cómic, la literatura fantástica y publicaciones de divulgación científica; en especial el trabajo del espeleólogo Michel Siffre, quien en 1962 descendió a una gruta de los Alpes suizos para permanecer dos meses en el interior registrando sus ritmos vitales. Los artistas llegaron a entablar una relación directa con el científico que apadrinó vía satélite la última instancia del proyecto: el descenso a la caverna del Caos, en la provincia de La Rioja, donde supuestamente permanecieron 42 jornadas. Supuestamente, en principio, porque esa actitud burlona de jugar con las apariencias, permite desconfiar de la realidad presentada. Y supuestamente, también, porque dado que el objetivo de la misión fue medir el biorritmo humano en las condiciones extremas, sin relojes ni referencias espaciales, es lícito pensar que la percepción subjetiva hizo que las 42 días bajo tierra hayan sido en realidad cuatro días en la superficie.
Asimismo, más allá de la pseudo investigación, el gran gesto de bajar a la caverna puso una vez más a jugar el carácter de la convivencia y los distintos aspectos que la regulan. La experiencia puso a prueba la dieta –cápsulas de algas hipernutritivas y de modo extraordinario un bloque de chocolate con maní-, la consciencia del tiempo –latidos, pulsaciones, ciclos de sueño, secuencia de hábitos domésticos-, y del espacio –exploración de terreno, traza de mapas, nomenclatura de accidentes geográficos. Pero por sobre todo puso a prueba el temple emocional que finalmente los dejó abandonados en un limbo donde, a juzgar por el relato, no se distinguían los recuerdos de las fantasías, el arriba del abajo y el adentro del afuera.
Será por todas estas especulaciones que la muestra en la galería Mite de alguna manera decepciona. Uno acude a la sala, a encontrase con el producto de la vivencia y se encuentra con una roca de papel maché, un friso con algunas de las lecturas que inspiraron la aventura, un esquema de señalamientos espaciales en una pizarra de plástico, un atril de conferencia, un proyector de diapositivas con una imagen detenida, y un texto de ocho carillas enmarcadas por separado, que se presenta como bitácora del viaje y que, a decir verdad, es el elemento que se impone en la sala.
Es una experiencia muy personal. Y ese es el problema. El relato funciona, consigue borrar los rasgos del registro y nos hace deambular un rato en la dimensión cavernaria. El problema es el medio, no el mensaje. Sospecho que, perdido el contacto visual y la convención del tiempo, el lenguaje es la última herramienta para establecer lazos con el otro. Sin embargo, la riqueza de la oralidad se pierde al pasar al texto. El código gráfico conspira contra esa atmósfera electrizante que mantenía la unidad y confina al lector al autismo de la interpretación cifrada. Bourriaud señala, con otras palabras, que construir una obra –por mas intangible, inconclusa o efímera que sea- implica el proceso de ser mostrada. Artista es quien muestra. Y si este texto es el avance de un fin diferido, lo cierto es que la experiencia no justifica el movimiento. Bien podría haberse leído desde la pantalla, en la comodidad de la propia cueva. Bien podría haberse ofrecido en la conferencia sugerida por el atril, el proyector y la pizarra. Aunque si me lo preguntan, yo hubiera preferido escuchar este relato a la luz de un fogón, en medio de un ritual que venga a dar fe de que, efectivamente, como decía Paul Eluard, hay otros mundos y están en este.
Sopor, de Rosa Chancho, hasta el 21 de noviembre en Galería Mite, Av. Santa Fe 2729, locales 30 + 32. De lunes a sábado de 15 a 20. Teléfono: 4822 9433
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