Incertidumbre, humor, belleza terrible y abigarramiento
por Mariano Soto
 

Cildo Meireles


La bruja 1, 1979-81 (detalle)


Escoba de madera y 3.000 km de hilo de algodón


Colección del artista


Obra especialmente reconstruida para Aire de Lyon en Fundación Proa

   
 


En la novela La eternidad, de Milan Kundera, una de las protagonistas, Agnes, hermana mayor de Laura, en un momento cae en la cuenta que su hermana menor planteó toda su vida en imitar a Agnes, en parecerse lo más posible a ella; en copiar sus gestos, en vivir de su belleza, de su originalidad. Aunque con un resultado aparentemente opuesto. Con lo cual Agnes, agobiada, se pregunta si no existirán sólo un par de gestos, un par de “maneras de ser” que, luego, aún inconscientemente, todas las demás personas  imitan, más o menos infructuosamente.
La muestra Aire de Lyon en Fundación Proa, es un recorte reformulado de la Bienal homónima curada por Victoria Noorthoorn en 2011. Al leer los textos de la curadora para la Bienal francesa, la línea conceptual trazada y la dinámica selectiva y criterial que la acompañan suenan vigorosas, interesantes. Incluso necesarias para nuestro momento histórico. El mismo título que cita aquel poema de Yeats –dubitación moderna pura- es una admonición que promete algo, como menos, intenso: “Una terrible belleza ha nacido”… pero lo que nos revela la hermana menor porteña es bastante menos que eso. En realidad, algunas de las obras ilustran este concepto a la perfección, pero el clima general no llega a tanto. Un solo gesto, dos resultados distintos.
“La 11ª Biennale de Lyon quiere estar viva. Si pudiera ser considerada como un animal o como una bestia, lo elegiría” dice Noorthoorn en uno de los textos. Hermosa idea y linda y poética imagen, pero al producto final el traje le queda algo holgado. La bestia perdió un poco el rumbo con el viaje. O sufrió de jet lag.
No obstante, varias son las obras que generan el encuentro con una belleza terrible o con lo terrible de la belleza, según quiera verse. O que interpelan sobre incertidumbres actuales ancladas en horrores de un pasado más o menos inmediato. La instalación de Robert Kuśmirowski es inmejorable ejemplo de ello. Como espectadores detrás de una cámara Gesell, vemos del otro lado una suerte de laboratorio-cámara de pruebas, con aires de película de espionaje setentosa. Verdaderamente inquietante, la pulcritud de todo el aparataje vintage nos clava un buen aguijón. Al lado, la misma obra salva con inteligencia lo que estuvo al borde de la obviedad: vislumbramos una silla eléctrica pero detrás de un vidrio esmerilado; el margen de inasibilidad la salva de caer en lo fácil.
En la pared de enfrente, con papel y acuarelas, la sudafricana Marlene Dumas expone un muestrario de abusos y/o voluptuosidades enmascarados en la simpleza de unos dibujos preciosos y frescos, aparentemente infantiles. Esta instalación tiene cierto punto de contacto con la de gouaches rosadas exhibidas el año pasado en la misma Fundación Proa, en la muestra sobre Louise Bourgeois curada por Larrat-Smith.
El recorte espacial llevado a cabo en la sala 2 en función de esta parte de la muestra, resulta largamente apreciable. La reformulación de los espacios expositivos en sujeción a un relato curatorial, son siempre bienvenidos. Un toque escenográfico o espectacularizante resulta hoy 100% legítimo y enriquecedor para el mundo de las artes visuales o, incluso, para el de la museología.
La sala siguiente alberga otras dos obras potentes: la inquietante/humorística bolsa negra en movimiento de Eduardo Basualdo –que nos lleva del asco a la risa con un solo ticket- y la instalación de Eva Kotátková, Máquina de re-educación, donde imaginamos lectores de libros escolares encerrados en una cisterna como método/castigo, y, a continuación, una rueda que sumerge esos mismos libros en un piletón,según se la accione. En esta obra, por ejemplo, las tensiones internas que se producen según interpretemos el significado último como juego escolar rebelde o como método de represión a las ideas –o cualquiera otra lectura que se pueda hacer- va exactamente en la línea de la propuesta curatorial de jugar con sentidos opuestos, interpretar hacia un lado o hacia el contrario.
Alrededor de la máquina re educadora, y como parte de la obra, una serie de dibujos/collages resultan redundantes en la intención de agregar algo que no hacía falta agregar. Se despegan estéticamente de la obra central y cuesta verlos como parte integrante, amén que están yuxtapuestos con un video y una instalación de otros dos artistas, lo cual vuelve el conjunto un poco confuso, haciendo perder fuerza a la tremenda obra de la artista checa.
Como transición de la planta baja al primer piso, en la escalera, mientras se echa un último vistazo a los incomprensibles y sosos ready mades de Katinka Bock, la mucho más desmaterializada pero presente obra de Lenora de Barros (Utopy, 1996) resulta sorpresiva. Un sonido roto, ahogado por momentos, inesperado, nos deja perplejos mientras subimos: ¿escuchamos algo o no? ¿Era una voz de la calle? Sin espectacularidad ninguna, la obra funciona generando perplejidad, con mucho menos –y con mucho más- que una tabla apoyada contra la pared.
En el piso superior, la apuesta cambia la proporción de componentes: si la planta baja jugaba con un posible costado humorístico de lo siniestro, en la planta alta predomina el humor, jugando a exponer airoso su lado siniestro, lo cual lo vuelve mucho más humorístico aún.
La Bruja, la obra de Cildo Meireles, es la más efectiva en su tipo de site specific, inundándolo todo subrepticiamente, divertida y mala a la vez, como buena bruja. Los montones de lana negra funcionan como obra visual pero además se disparan en varias direcciones: cambian la percepción volumétrica del piso, entorpecen el paso, generan incomodidad de movimiento, guardan mugre, vierten su negrura solapada everywhere, pero con cara de yo no fui. En la sala donde La Bruja empieza con su hechizo lanar, las obras de Marina de Caro, los dibujos de Christian Lhopital y Marlene Dumas –otra vez- y el patético payaso de Laura Lima funcionan perfectamente como un todo. Tanto que, por momentos, pueden confundirse un artista con otro; pero a diferencia de en la sala de abajo, acá el efecto aporta y no merma. El chiste general predomina por sobre la anécdota particular de las partes.
Trasponiendo la sala y llegando a la librería, el hall del Auditorio y la cafetería, el efecto de abigarramiento genera confusión perceptiva y, por tanto, va en detrimento del discurso y del concepto general. Parece gobernar el horror vacui, y el concepto de invadir los espacios institucionales con las obras creadas ex profeso deviene en estética de bazar que, por tanto que ofrece, no nos permite detenernos en nada en especial. El caso de la instalación de Diego Bianchi es emblemático de éste síntoma: demasiadas piezas, demasiadas situaciones, demasiados juegos matéricos. La intervención del vidrio de la escalera, blanqueado a la cal y grafitteado al mejor estilo obra en construcción; el nylon negro que cubre la vidriera y el silloncito clásico a punto de reventar bajo el peso de una piedrota casi gemela al menhir que portaba Óbelix, resultan el conjunto más aprehensible y expresivo. Muchas de las piezas son bellas –un accidente doméstico con reminiscencias surrealistas-; la coctelera chorreando cemento es increíble, por ejemplo, pero el efecto final es el de muchas cosas apretadas en un espacio chico y difícil. Con menos, la situación hubiera sido perfecta. Hacia abajo, en la escalera que lleva a la entrada, la intervención de Garrett Phelan es un gran acierto, y el negro predominante retoma la invasión espacial allí donde La Bruja se cansó de seguirnos.
La idea de la belleza terrible, la posibilidad del disparate como posibilidad, la lectura y los ecos de las obras en sentidos antagónicos, el humor, la incertidumbre y el antídoto de poder reírnos de nosotros mismos como actores de nuestro tiempo, fueron todos elementos propuestos en el planteo de la Biennale de Lyon. En su versión reformulada material y espacialmente, la versión porteña, tal vez como escudo protector, se llamó a sí misma Aire de Lyon. No es lo mismo, es un aire de. Planteada así, la muestra se cubre a sí misma de una posible pérdida de activos. Compuesta de varios puntos altos y apoyada en una búsqueda narrativa inteligente, Aire de Lyon es buena y aporta una mirada. Pero imaginamos que su hermana francesa, desparramada en 14.000 m2 de museos, fundaciones y monumentales ex fábricas lyonesas, tuvo la posibilidad de jugar otro juego y lucirse en el intento.









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La muestra Aire de Lyon, puede verse hasta junio de 2012 en Fundación PROA, Av. Pedro de Mendoza 1929, Buenos Aires. De martes a domingo de 11 a 19 hrs. Lunes cerrado.

 

Garrett Phelan


Interruption (Interrupción), 2012


Pintura industrial sobre pared


Bloody Mynahs (Mina sangriento), 2012


42 dibujos a lápiz y tinta sobre papel


Obra realizada especialmente para Aire de Lyon en Fundación Proa

   
 
     
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Tapa
Editorial + Staff
Prácticamente infinito
Entrevista a Cildo Meireles
por Juan Batalla
     
Producción fotográfica
por Marco Antonio Portela
     
Ser o morir
Daniel Canogar en el EFT
por Guido Ignatti
     
Política anal
Sobre la obra de Paul McCarthy en el Malba
por Dany Barreto
     
La gran bestia Lyon
Sobre Aire de Lyon en la Fundación Proa
por Mariano Soto
     
Desde la ausencia
Reflexiones sobre la partida de Sibyl Cohen
por M.S.Dansey
     
Vernissage
Inspirado en "Reseteo, Dharma"
por Alejandro López
     
Bye Bye American Pie (and hello again)
Reflexiones sobre la muestra del Malba
por Nora Fisch
     
Algunas consideraciones sueltas
Sobre la enseñanza del arte
por Aníbal Buede
     
El arte, una trompada al discurso ecologista
Arte contemporáneo y acción medioambiental
por Agustín Marangoni
     
Dr. Selva & Kid Yarará
“Amor de hermanos” – Cómic
por Charlie Goz y Mari Bárbola
     
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