Reflexiones inevitablemente personales sobre la muestra del MALBA
por Nora Fisch
 
Nan Goldin    
 

Me suelen desagradar los artículos sobre arte escritos en primera persona, aún cuando tienen el ventajoso impudor de desnudar la subjetividad inherente en todo juicio crítico. Sin embargo al reflexionar sobre la muestra Bye Bye American Pie, no logro evitar personalizar la experiencia.  Reencontrar la obra de Kruger, Holzer, Goldin en Buenos Aires, es como toparme con mis vecinos de Manhattan a comienzos de la década del noventa. Recuerdo con nitidez estar parada en la galería Mary Boone en West Broadway (en 1990 las galerías que importan todavía estaban en Soho), con demasiada ropa frente a ese frío al que aún no me acostumbraba y con los ojos demasiado abiertos para absorber un mundo del arte que producía, dialogaba y gestionaba con parámetros muy diferentes a los que yo conocía en Buenos Aires.  Tengo vívido el deslumbramiento que me produjo esa instalación de Kruger, que rodeaba al espectador de mensajes gráficos monumentales, dichos con una voz de mujer fuerte, inteligente, directa, efectiva; corriéndose de un lugar victimizado, no dudando en acusar, si era necesario. Y lo hacía con gran estilo.
En la Buenos Aires que yo había dejado en 1988 los jóvenes seguíamos hablando en metáforas, en desesperación contenida o transformada en noches alucinadas, o en gestos neoexpresionistas cargados de bravura machista. Y a mí nada de éso me había servido.

Esa muestra de Kruger y el hecho que Mary Boone, promotora del neoexpresionismo de testosterona, la hubiese incorporado como primer mujer artista de su plantel, preanunciaban un vaivén en la dinámica del mundo del arte donde el artista pasaría a funcionar como vocero de una cierta posición de crítica cultural, frecuentemente relacionada con una pelea (o un deseo) anti-discriminatorios. 
Una frase acuñada por el movimiento feminista era entonces recuperada y repetida dentro del ámbito académico y del arte: “The personal is political”.  Una definición de la actividad política que no implica adherir a un partido, ni ocupar cargos, ni potenciar la desgracia ajena interrumpiendo el tránsito, sino ser activista en el ámbito de lo más local, personal y tangible, ya sea defendiendo el derecho a la salud reproductiva de la mujer (la obra de Kruger “Your Body is a Battlefield” alude al fallido intento de la ultraderecha americana de restringir el derecho de libre acceso al aborto), la igualdad de posibilidades para hombres y mujeres o el respeto a las diferencias raciales, culturales y de orientación sexual que se manifiesta en todos los niveles de la vida cotidiana, desde las interacciones privadas hasta el uso del lenguaje público. 
Artistas como Kruger y Holzer se encuadran en esta tendencia, que se cristaliza de manera institucional en la Bienal del Museo Whitney de 1993.  En el caso de Goldin, ausente la actitud militante de las otras artistas, su develar el mundo privado de una subcultura conyugado con la reacción de la sociedad americana a los estragos del SIDA, posicionan su obra también en el frente de la pelea discursiva por interacciones más justas. 

El artista se transforma en el vocero de la crítica cultural, pero también del trauma, del malestar en la cultura al que Larratt-Smith se refiere en el catálogo.  La práctica del arte contemporáneo adquiere en esos años una dimensión que, más que política, me gustaría llamar ética (entendiendo que toda posición ética tiene también una consecuencia política). Ese trabajo que se hace desde lo discursivo, es decir desde los textos y actividades académicas, las producciones artísticas, los nuevos consensos que se van construyendo, encuentra maneras de filtrarse hacia la sociedad más amplia: a través de iniciativas educacionales, de la avidez del mercado que deglute el disenso como estilo, de nuevos códigos de relaciones interpersonales que se van estableciendo. Pero más acerca de ésto después....

Mi reacción inicial al entrar a la sala de exposición la noche inaugural de By Bye American fue sentir una gran admiración por la osadía y ambición con la que estan haciendo su trabajo desde el MALBA y pensar cuánto menos interesante sería Buenos Aires si esta institución no existiera.  Mi segunda reacción fue “Mmm... los grandes hits del primer lustro de los noventa” (con excepción de Paul McCarthy, cuya obra tiene un tono estético claramente posterior). Si bien aprecié la importancia de exponer al público argentino a esta obra, fueron inevitables las preguntas que siguieron: Como gesto curatorial, ¿no es casi didáctico, o algo condescendiente, traer los best-sellers de una década pasada? Como concepto, ¿esta muestra se sostendría en Nueva York o Los Angeles?... ¿Podría llamarse ésta, entonces, una curaduría site-specific para Buenos Aires…?”

Una semana después volví al MALBA, esta vez con tiempo y silencio. La obra de Nan Goldin me conmovió, más que cuando la ví en Nueva York, tal vez por el acrecentamiento de nostalgia dado por la distancia en el tiempo y la geografía.
Los tropos utilizados por Kruger ya hace años me habían empezado a resultar demasiado didácticos y repetitivos, reencontrarme con su obra no cambió esta percepción. Tulsa, de Larry Clark, me pareció tan deprimente y necesaria como la primera vez que la vi. Cady Noland ha hecho instalaciones brillantes y pensé que su presencia en la muestra no tiene la contundencia de otras situaciones, a pesar que funciona muy bien como coagulante del clima que el curador Larratt-Smith está interesado en crear.  La obra de Jenny Holzer siempre me dejó un poco afuera, con excepción de su frase “Abuse of power comes as no surprise”, útil para describir un gran número de situaciones. La escultura de McCarthy merece un artículo aparte, que aparece en este número de Sauna. No pude dejar de preguntarme cuál artista argentino podría haber hecho una obra semejante (más allá del costo y la sofisticación técnica), usando la efigie de un político local. ¿Quién hubiera tenido las agallas? ¿Tal vez León Ferrari, apropiadamente programado en simultáneo en otra sección del museo?

Pero lo que me impactó en esta segunda visita fue que la voz curatorial se hizo presente con real peso emocional, y muy a pesar de las interpretaciones psicoanalíticas adosadas a cada artista, que me resultaron herramientas inefectivas para abordar la obra. El total de la muestra es más que la suma de sus partes, aún cuando las partes de por sí son obras consagradas que pertenecen al canon del arte contemporáneo. Algo en el recorrido entre obra y obra, en los tiempos necesarios para encontrarse con cada una de ellas, en cómo se refuerzan mutuamente para mostrar el lado oscuro y deteriorado de una cultura, me convenció de que ésto no es una colección de grandes hits del pasado sino una unidad cuidadosamente elaborada por Larratt-Smith para sumergir al visitante en un cierto clima emocional e ideológico que describe un momento de su cultura y la percepción que una generación está teniendo acerca de ese momento.

Salí de la muestra apesadumbrada. No me cuento entre los que secretamente se regocijan con la idea que Estados Unidos esté en deterioro. En absoluto. Porque durante muchos momentos de los veinte años que viví en Nueva York fui feliz. Porque allí aprendí lo que significa la tolerancia. Porque tuve amigos que me lo enseñaron y que son de las personas más éticas y puras que la naturaleza del ser humano permite (y algunos hacen arte tan honesto, revulsivo y potente como el que está en el MALBA). Y finalmente, porque un derrumbe de Estados Unidos nos arrastraría a todos.

Entonces, quiero terminar con una reflexión que me saque de la pesadumbre. Mucho se ha escrito acerca de la decadencia de los Estados Unidos. Más allá que la crisis económica actual represente una verdadera vuelta de tuerca en la historia de ese país y la global, o uno de los tantos hipos cíclicos de las economías capitalistas —de los cuales se recuperan— es indudable que lo que se ha roto es una cierta narrativa que los estadounidenses tenían acerca de sí mismos, que ha afectado a la generación de Larratt-Smith, acostumbrada hasta el 2008 a vivir tiempos de abundancia sin conocer una crisis generalizada e importante.  Sin embargo, en la ironía misma de una cultura que abraza y deglute el disenso y hasta lo transforma en un gran negocio (como ejemplo preguntarse cuánto costó producir la obra de McCarthy), tal vez haya una semilla de renovación que yo, contagiada por la terca tendencia optimista de mi país adoptivo, voy a denominar profundamente democrática. 
Antes mencioné la cruzada a nivel de lo discursivo proveniente de artistas e intelectuales, de la que fuí testigo en los noventa, y con la cual la curaduría de Larratt-Smith está relacionada. Y cómo la sociedad norteamericana fagocita el disenso y luego esos conceptos y actitudes, aún en forma diluída, terminan siendo absorbidos por sectores amplios. Ahora quisiera asociarle otra idea: recordar que en menos de lo que dura una vida promedio, los Estados Unidos pasaron de ser un país profunda y cruelmente racista, donde a la gente de piel oscura se le prohibía compartir una sección del colectivo o un restaurant con la gente de piel clara, a un país cuyo presidente tiene piel bien oscura. A mí me hace sentir algo parecido a la esperanza.






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Nora Fisch, residió veinte años en Nueva York, donde obtuvo un Master en Arte de New York University, participó del Whitney Museum Independent Study Program y se desempeñó en diversos roles dentro del arte contemporáneo. Ha realizado proyectos de gestión cultural para The New Museum of Contemporary Art, Organization of Independent Artists y The Standby Program en Nueva York, entre otras organizaciones. Sus artículos sobre arte y cultura han aparecido en diversos medios incluyendo Flash Art International, Revista Balcón, España y Vorder Information, Austria.



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