Pasó, pero la sensación es que no pasó nada.
De la ilusión de quiebre al abuso que las instituciones ejercen sobre el aparato productivo del arte y que incluye entre sus filas a todos los artistas; a las expresiones desarticuladas de un sector e imposibles de leer como partes de un todo, hay un abismo.
Y eso porque, de movida, los primeros indicios de la organización fueron pensados fuera de un contexto general de desguace que el medio está sufriendo por más de un flanco.
Todo parece haberse armado desde una lógica de víctimas y victimarios y terminó siendo un bluff. Que hizo su aparición como génesis de una cruzada libertaria, aprovechando el enorme signo sobre el que estaba construida su aparente lucha: un museo en manos de un estado que no está pudiendo lidiar con sus mas básicas prioridades, con una conducción perpleja y llena de contradicciones que repta en un paisaje desmembrado en materia de políticas culturales.
Todas sustancias elocuentes para un planteo bien de fondo.
Pero lo más grave de lo que se ha dejado ver en estas semanas, para mí ha sido que los Artistas Organizados bajo ese nombre, no estuvieran a la altura de la minoría. Y no de una minoría estadística, sino de una minoría en términos deleuzianos, una minoría que responda al concepto de índice revolucionario.
No pudiendo encarnar hasta el fondo este dilema, llevándolo a su máxima expresión, quedaron a mitad de camino entre la acción y sus promesas de deseo de cambio. Y la verdad, no da la sensación de que sólo se haya tratado de un problema de comunicación. Pensar eso sería simplemente quedarnos flotando en la superficie una vez más. Creo que esto que vivimos y perdimos, habla a las claras de la poca importancia que se le da al valor simbólico que cada gesto mancomunado tiene en el medio, el escaso peso que tienen sus acciones y el sinsentido de muchos de sus actos.
Si quisiéramos hacer un diagnóstico de las malformaciones con las que convivimos en aras de erradicar dichas situaciones de abuso, habría ante todo que diagnosticar con crudeza cuáles son las responsabilidades que cada sector debería asumir y ponerse de acuerdo en la transversalidad de una posible salida. Pero si no estamos dispuestos a empezar la limpieza sacando la pelusa del propio ombligo, estamos fritos.
Porque el primer problema que se plantea aquí, no es hasta dónde queremos llegar, sino dónde estamos parados.
Si pensamos que el estado está en condiciones de asumir la responsabilidad de la construcción y el manejo de capital simbólico partimos de la base de que cuenta con las herramientas para hacerlo, de que es materia delegable por quienes lo producen, pero por sobre todo habla de una terrible dependencia a un aparato que no está pudiendo responder a necesidades más básicas, por urgentes. Quiero pensar que los Artistas Organizados reconocen esta escala.
Perdonen, pero creo que no está de más ponernos exigentes en este punto, reclamando muestras de responsabilidad y coherencia. Y es porque creo que hay que asumir desde ahí, la formación estética que ostentan. Antes de dar por sentado su potencial ceguera ante la historia y la realidad, en hechos como el de menospreciar la gestión, pero mantener la presencia en un catálogo o en una colección del estado.
La responsabilidad social que implica poner en circulación un recurso como la propia obra también incluye el modo en que se ejerció la acción de dar.
Entonces el planteo se convierte en un asunto ético, más que político. Y para desandarlo habría que haber abierto el juego hasta el disenso más profundo y bancarse la discusión con todo el mundo, sobre todo con los que piensan diferente.
Opino que las metodologías empleadas no fueron impecablemente democráticas, más allá de ciertas posturas formales que bañaron la superficie de sus acciones públicas. Y no entraremos en la anécdota porque han circulado miles. Originadas sin duda en lo críptico del esquema, en la preocupación, a mi entender injustificada, por la presencia de potenciales espías y la paranoia de que cualquier gesto no revisado en su centro, pudiera ser la razón por la que el movimiento hiciera agua desde la periferia.
Sintoniza esto a las claras con un fuerte modelo actual que anula el disenso. Que lo desautoriza en público y lo priva de palabra viva.
Este "como si" entibió cualquier posibilidad de reacción frente al maltrato.
Si el enojo hubiera sido real, si hubiera calado hondo en las decisiones grupales, si incluso se hubieran vuelto reactivos adueñándose de la situación y el espacio, en lugar de "pedir permiso" para jugarse, rompiendo incluso las reglas de la corrección política, algún impacto hubieran tenido sus palabras. No sé de que manera.
Pero no hubo acto de irrupción alguna y ganaron los modismos que sostienen la desigualdad.
Al discurso hegemónico de la historia se llega por asalto, si se quiere habitar en los bordes y cambiar desde allí el relato. Pero para esto, hay que pararse realmente en la otra vereda. Medir las consecuencias y tomar decisiones que incluso puedan poner en riesgo el propio papel en la historia. Aquí ninguno quiso poner en juego eso, su protagonismo en el relato oficial, y terminaron haciendo pie en lo más sinuoso del terreno.
Pienso en los artistas jóvenes. Me gustaría saber cómo vivencian ellos esta operación. Si desde allí se pueden distinguir los matices en las conductas o si no formarán parte de un todo enfermo y genuino solo en su mezquindad. O si simplemente estaremos quedando atrapados todos en un mecanismo donde cada vez quede menos espacio para la acción y más lugar para el ego separado de cada uno de nosotros.
Y estemos cada vez más escindidos de la realidad.
Más lejos, más locos y más solos.
Teo Wainfred, nació en 1963.
Lector, traductor, editor, docente.
Actualmente dirige junto a Valeria Balut, Arta ediciones.
Vive y trabaja en la ciudad de Buenos Aires.
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