En el centro del debate.
por Adriana Lauría
 
   
 

Es muy auspicioso que esta institución que estuvo marcada desde su nacimiento en marzo de 1956 por un sino fantasmal –por unos años fue tan solo un decreto con un nombramiento en el bolsillo de su fundador y primer director, el crítico Rafael Squirru– esté en el centro del debate de la comunidad artística, aunque sea por un desacierto respecto a la organización de la muestra Últimas tendencias II. Donaciones, cuyo subtítulo está en entredicho, toda vez que estas donaciones en su mayoría fueron solicitadas a cuenta y riesgo de los artistas, y en principio se establecieron como condición para que las obras seleccionadas efectivamente participaran tanto de la exhibición como del ingreso a la colección.
Por suerte la polémica suscitada a partir de la acción de Artistas Organizados, parece alejarnos de aquella aceptación indiferente que signó el cierre del edificio de la Av. San Juan en noviembre de 2005, cuando tan sólo faltaban cuatro meses para que el museo cumpliera 50 años, aunque dicho cierre estuviera motivado por el comienzo de las tan ansiadas como postergadas obras de remodelación, todavía inconclusas.
Algunos pocos que conocíamos y teníamos presente esta fecha, preguntamos una y otra vez porqué no esperar ese escaso tiempo y utilizar la excusa de los festejos para hacer un relanzamiento del museo, aún desde las pocas salas que entonces poseía, pero que perfectamente podían constituirse en centro irradiante de una conmemoración que permitiera un balance acerca de lo realizado, de los aportes, pero también de la necesidad de crecimiento en infraestructura para poder albergar una colección rica y variada –que entonces ya superaba las 4000 piezas–, y que desdichadamente nunca se desplegó en un guión museológico más o menos permanente. Este inciso no solo hace a la definición misma de museo –diferenciándolo de los centros culturales–, sino que permite el estudio de un conjunto de obras, que involucra a la comunidad de especialistas, pero también se derrama en el tejido social, generando infinidad de ponderaciones y actividades en torno a creaciones, artistas y movimientos –por no hablar de los hitos históricos y culturales implicados–, que no solo son así visibles –¿qué otra esperanza alberga un creador cuando concibe una obra, y ni que hablar cuando la dona?–, sino que su relativa continuidad de exhibición las vuelve “disponibles”, esto es pasibles de ser visitadas a voluntad, como quien va al encuentro de viejos y queridos amigos, que no por conocidos dejan de ofrecernos facetas que renuevan nuestro interés.
Y en este punto, la reflexión conduce a retomar el tema que ha motivado estas líneas a partir del cuestionamiento del modo de ingreso de obras ensayado –tanto como el método de selección puesto en práctica, basado en una especie de jurado como el que puede conformarse para un ocasional premio– y a preguntarse cuál sería el sentido de seguir incorporando trabajos que por el momento parecen no tener el destino de integrar una exhibición pública, aunque sea en acotado porcentaje o de manera rotativa. Es cierto que mientras se espera la culminación del gran esfuerzo que demanda la construcción del edificio y su equipamiento, imprescindible para un funcionamiento orgánico de la institución –gracias al cual se interrelacionarían y potenciarían las áreas de investigación, catalogación y registro, conservación y restauración, curaduría, museología, museografía, educación y acción cultural–, es necesario seguir trabajando y mostrar a la sociedad que el museo existe y tiene contenidos que ofrecer.
En estos últimos días se han escuchado toda clase de comentarios acerca de cómo debería ser la política de adquisiciones de los museos, entre las que se esgrimió la antigüedad del modelo utilizado en esta ocasión que ha echado mano de una vieja costumbre de ciertas instituciones, por la cual se cubren los déficit presupuestarios que prácticamente no contemplan la compra de obras, por una suerte de contraprestación por la cual se consagra una producción por intercesión del prestigio que otorga pertenecer al patrimonio de un museo, lo que convierte la donación por parte de los artistas ya no en un generoso acto voluntario, sino en uno de los términos obligados de una transacción.
Ante esta realidad cuya frecuencia ha anestesiado nuestro juicio con respecto a cómo deberían manejarse cuestiones tan delicadas, no puede más que tenerse cierta nostalgia de las épocas en que contra todo “buen sentido”, Rafael Squirru comprometió el erario municipal, al que sumó los aportes de algunos coleccionistas y aficionados, para comprar obras de aquellas que había exhibido en sede prestada –la casona que ocupaba entonces el Museo Sívori en la calle Paraguay y la Av. 9 de Julio– que integraron la segunda exhibición del Movimiento Informalista Argentino, organizada y prologada por Squirru en noviembre de 1959 y en nombre del Museo de Arte Moderno. Resultado de esta operación, muy criticada en su época por sectores de la prensa –se cuestionaba en qué incierta producción se invertían los dineros públicos–, el museo posee desde entonces magníficos trabajos de Alberto Greco, Kenneth Kemble, Luis Wells, Mario Pucciarelli, Jorge Roiger, aparte de los del resto del grupo. O cómo pocos años después, Hugo Parpagnoli, sucesor de Squirru, adquirió con fondos propios las magníficas obras del español Manolo Millares, algunas de las más valiosas joyas que integran la colección, aprovechando la exposición que realizó en el museo, que desde 1960 funcionaba en cuatro pisos del edificio del Teatro General San Martín.
Todo lo comentado demuestra, a la hora de hacer números puros y duros, que la inversión en arte resulta a la larga provechosa, desde el punto de vista del capital económico, pero también desde el simbólico, lo que resulta de principalísima importancia a la hora de definir el perfil de una colección pública. La mirada experta pero también visionaria, que detecta entre las expresiones emergentes aquello que merece integrarla, o en todo caso, aquello por lo que vale la pena correr algunos riesgos, o la más meditada perspectiva que selecciona la pieza clave que completa un panorama de época o una poética, parecen requerir en todos los casos de la asidua contemplación de los bienes que ya se poseen. La recuperación de la historia artística y la revalorización de las propias tradiciones necesitan de la exhibición de los patrimonios, no como hechos espasmódicos sino como políticas culturales necesitadas de continuidad no menos que de infraestructura. Es otro aspecto de la memoria comunitaria que requiere ser reivindicada.
El acto casi performativo y sobre todo político –en el sentido amplio y alto del término– de Artistas Organizados, puso sobre el tapete la cuestión sobre el Museo de Arte Moderno y la administración de su colección patrimonial, y es de esperar que esta inquietud se derrame hacia otras instituciones del país. De la posición que adoptemos, ya sea subrayando solo el conflicto, o haciendo de esta una oportunidad para pensar y discutir entre todos –artistas, investigadores, críticos, curadores, educadores, gestores culturales, funcionarios y en general ciudadanos– lo que necesitamos y deseamos de nuestros museos de arte, dependerá la capitalización que pueda hacerse de este llamado a la conciencia, el cual personalmente celebro.





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Adriana Lauria. Docente e investigadora de Arte Argentino moderno y contemporáneo de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Profesora titular de la Universidad del Museo Social Argentino.
Fue investigadora del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires desde 1983 y curadora de su colección entre 1997 y 2000. Se desempeñó como curadora invitada del Malba (2003, 2005 y 2009), del Museo Castagnino de Rosario (1995, 2005, 2008) y de la Fundación Klemm (2008 a 2010), entre otras instituciones.
Desde 2002 es curadora del Centro Virtual de Arte Argentino (CVAA).

www.arteargentino.buenosaires.gov.ar.


 
 
     
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